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El uso del Aeropuerto de Gibraltar: salgamos del punto muerto

 
Gonzalo Arias
 

Artículo publicado originalmente en mayo de 2001 en el periódico electrónico www.iberianews.com

 

Antecedentes

La apertura del rastrillo peatonal de la frontera con Gibraltar (de la verja, como dicen los diplomáticos españoles que creen infantilmente hacer obra patriótica eludiendo la palabra “frontera”) tuvo lugar la noche del 14 de diciembre de 1982, tras trece años de cierre no sólo estériles sino abiertamente contraproducentes para la causa de la reivindicación española. El primer gobierno socialista de Felipe González había anunciado días antes su intención de mantener abierto ese rastrillo las 24 horas del día.

La primera reacción del Ministro Principal Sir Joshua Hassan tras el anuncio español fue decir que por parte gibraltareña no se iba a cambiar el régimen fronterizo: apertura del rastrillo británico a primera hora de la mañana y cierre por la noche, como se venía haciendo tradicionalmente. Pero la orden de Londres que le obligó a rectificar tardó pocas horas en llegar: si los españoles abren día y noche, nosotros haremos lo mismo. Ni que decir tiene que el pequeño traspié de Sir Joshua no perjudicó su crédito de hábil político, y que la población de Gibraltar reconoció de inmediato la conveniencia de que la frontera estuviera abierta en permanencia, aunque tal apertura fuese todavía estrecha y cicatera.

He querido evocar este episodio como referencia para reflexionar sobre lo que ocurrió cinco años más tarde con la “Declaración conjunta sobre el Aeropuerto de Gibraltar”, suscrita en Londres por Francisco Fernández Ordóñez en nombre de España y por Sir Geoffrey Howe en nombre del Reino Unido. De nuevo el Ministro Principal gibraltareño tuvo una primera reacción negativa, es decir contraria a permitir a España el uso del aeropuerto previa construcción de una terminal en tierra española, y de nuevo Sir Joshua Hassan cedió ante las presiones de Londres y dio su consentimiento a lo acordado. Lo que ocurrió es que inmediatamente después Joe Bossano, recién elegido Ministro Principal, se negó a cumplimentar la declaración, en la que veía el comienzo de una pendiente resbaladiza que podría llevar a mayores concesiones a España en materia de soberanía.

Tales son los hechos, sobre cuya realidad no creo que haya espacio para mucho debate. Otra cosa es su interpretación, en la que entrarán forzosamente elementos subjetivos y opinables.

Lo primero que se me ocurre es preguntarme si cabe imaginar que, sin la intervención de Bossano, el paralelismo entre los dos episodios evocados habría podido ir más lejos. Es decir,  si es imaginable que, tras la pasajera contrariedad de que un gobierno de Gibraltar se incline ante una imposición de Londres, los yanitos estuvieran pronto muy contentos de que su aeropuerto les permitiera volar a Madrid y, sobre todo, de que propiciara un gran auge del turismo y mayor prosperidad para todos, sin cesión alguna de soberanía.

Pero no pretendo atribuir a Bossano el papel de guardagujas que, por sí solo, haya desviado el tren de la historia. Bossano fue fiel intérprete de un rechazo muy explicable de los yanitos a todo lo que pudiera parecer una concesión a España. Su oposición explícita a lo acordado en Londres prosperó porque tuvo un fuerte respaldo popular, por la apatía y la escasa visión de futuro de las fuerzas sociales que podrían haberse beneficiado de un mayor uso del aeropuerto y por el desinterés mostrado por los propios gobiernos de Madrid y de Londres.

España no emprendió la construcción de la nueva terminal, como se había comprometido a hacerlo, ni exigió que por parte británica se promulgara la legislación necesaria para llevar a efecto lo convenido. Nadie apremió para que se constituyera el “Comité de Coordinación” previsto en el Anejo A de la Declaración. Y si España no hizo nada, no es extraño que el Reino Unido se mantuviera al pairo.

Pero, se me dirá, ¿qué podían haber hecho los políticos españoles, en vista de la intransigencia gibraltareña? Esta pregunta nos lleva a otra: ¿Tenía el Gobierno de Gibraltar un derecho veto sobre lo convenido en Londres entre los representantes de España y del Reino Unido? Se impone, pues, un análisis jurídico de la cuestión.

 

La Declaración de 1987, la Constitución Española y la Constitución de Gibraltar 

Primeramente, cabe preguntarse si el texto de 1987 es una simple declaración, como sugiere su título, o un verdadero acuerdo internacional jurídicamente vinculante. Aunque los ministros firmantes digan que “han acordado el siguiente régimen” [1] , lo cierto es que el formato del texto no es en absoluto el de un tratado o convenio internacional de los que los artículos 94 y 96 de la Constitución Española dicen que requerirán, para ser aplicables, la previa autorización de las Cortes Generales y la publicación oficial. Por consiguiente, desde el punto de vista de las leyes españolas –y supongo que también de las británicas–, nos encontramos ante una mera declaración de intenciones cuya ejecución no es  reclamable ante ningún tribunal.

Pero que no tenga fuerza jurídicamente vinculante no significa que no imponga una obligación moral de respeto a la palabra dada. En este aspecto, hay que preguntarse si realmente quienes deseaban la apertura del aeropuerto a compañías aéreas españolas pusieron el interés y la perseverancia necesarios en conseguir su empeño.

Consideremos el párrafo 8 de la declaración, único que podría invocarse para apoyar un eventual derecho de veto del Gobierno de Gibraltar a lo acordado:

8.- El presente régimen comenzará a aplicarse cuando las autoridades británicas hayan notificado a las autoridades españolas la entrada en vigor de la legislación necesaria para llevar a efecto el punto 3.3. o cuando se haya terminado la construcción de la terminal española, cualquiera que sea lo último en producirse, y en todo caso no más tarde de un año desde la notificación arriba mencionada. [2]

Y el punto 3.3. referido dice:

3.3.- Los pasajeros estarán sujetos, en su caso, a los controles de aduanas y de inmigración en la correspondiente terminal. [3]

A la vista de estos textos, muy poca legislación gibraltareña se necesitaría para llevar a efecto lo convenido. Simplemente, una disposición que diga que los viajeros que desembarquen para pasar directamente a España, o que embarquen viniendo directamente de España, no tendrán que pasar por los controles gibraltareños de aduanas y de inmigración.

La cuestión es: ¿a quién incumbiría dictar tal disposición? Es necesario remitirse aquí a la Constitución de Gibraltar, documento de capital importancia poco o nada conocido, lamentablemente, por los diplomáticos y los negociadores españoles.

En muchos aspectos, la Constitución de Gibraltar es un producto típico de la mentalidad jurídica británica que, a diferencia de la de los pueblos latinos, deja expresamente un amplio margen al arbitrio interpretativo con constantes invocaciones a lo “razonablemente practicable”, lo “razonablemente necesario”, las “restricciones razonables” y lo “razonablemente justificable en una sociedad democrática”. Para quien la lea con detenimiento, no obstante, está claro que sus redactores confirieron al Gobernador, representante de la Corona, la capacidad de decidir en último término lo que es “razonable”. El Gobernador conserva la facultad de legislar discrecionalmente en casos extremos (Sección 34). Y es también él quien, en aplicación de la Sección 55, decide discrecionalmente cuáles son las “materias internas definidas” (defined domestic matters) cuya gestión queda confiada al Gobierno democráticamente elegido de Gibraltar, presidido por su Ministro Principal.

La Terminal Aérea Civil está incluida entre los servicios públicos definidos como defined domestic matters por el Despatch de 23 de mayo de 1969 complementario de la Constitución. Pero en el párrafo 4 del mismo Despatch se especifica que el Gobernador retendrá la responsabilidad directa en materias que afecten a asuntos exteriores y policía. Más específicamente, se señala como excepciones que requieren el mantenimiento de la responsabilidad del Gobernador “la aplicación a Gibraltar de acuerdos internacionales, la ejecución en Gibraltar de obligaciones internacionales y la participación de Gibraltar en órganos internacionales especializados”. [4]

De este análisis puede deducirse que el Gobernador, si Londres le hubiera dado instrucciones en ese sentido, tenía a su alcance resortes jurídicos más que suficientes para poner en vigor, sin violar la Constitución de Gibraltar, la legislación necesaria para aplicar la Declaración de 1987. Pero no se creyó prudente hacerlo, probablemente con razón.

 

De las leyes de ayer a las realidades de hoy...

No quisiera que el anterior análisis jurídico se interprete como una exhortación a cumplir las leyes. Creo tener un historial suficientemente acreditado de desobediencia cívica a leyes injustas o simplemente caducas. En el caso de Gibraltar, soy muy consciente de que la autonomía gibraltareña ha avanzado, de hecho, mucho más allá de lo que marca la letra de su Constitución, y me congratulo por ello. En otros lugares he dejado constancia de que mi apuesta es por un Gibraltar enteramente dueño de sus destinos y en perfectas relaciones de amistad y colaboración tanto con el Reino Unido como con España. Lejos de mí, por consiguiente, la idea de volver atrás para retomar el curso de la historia, como si nada hubiera ocurrido, en el momento en que estaba aún fresca la tinta con la que Geoffrey Howe y Fernández Ordóñez firmaron su declaración.

Lo que me gustaría es que ahora la iniciativa no viniera de Madrid ni de Londres, sino de Gibraltar y de los municipios del Campo de Gibraltar. Bien sé que el poder último de decisión en este asunto no está todavía en las autoridades locales, ni es verosímil que lo adquieran en un plazo previsible. Pero estoy convencido de que las fuerzas vivas de la sociedad y los representantes democráticos de los pueblos que viven a uno y otro lado de la frontera pueden, si saben conjugar sus esfuerzos, hacer una presión enorme sobre los gobiernos español y británico.

 

... y a las posibilidades de mañana

Un plan para la apertura del Aeropuerto de Gibraltar a las líneas aéreas españolas (evitemos la expresión “uso conjunto”) que se elaborara hoy desde perspectivas más locales que nacionales podría recoger muchos de los puntos de acuerdo de 1987, pero probablemente tendría que añadir otros. Se me ocurren de inmediato tres cuestiones que creo importantes.

Primero, la fijación de un límite en el número y la frecuencia de los aterrizajes y los despegues. Las dimensiones del aeropuerto, con su pista única, nunca permitirán un tráfico muy intenso. Hay que tener en cuenta también que a uno y otro lado de la frontera hay zonas de viviendas muy cercanas a la pista, para las que ya ahora son molestos los ruidos de los aviones. La contaminación acústica de la zona podría llegar a extremos inaguantables si se diera rienda suelta al tráfico aéreo de muy diversas procedencias. Las partes interesadas deberían ponerse de acuerdo en limitar las conexiones, que incluso podrían quedar reducidas tan sólo a Londres y Madrid, prohibir el acceso a aviones excesivamente ruidosos y, en lo posible, tomar medidas técnicas para reducir el estruendo. Asimismo convendría reducir al mínimo, o mejor suspender por completo, el uso militar del aeropuerto.

En segundo lugar habría que prestar atención a la especialísima situación topográfica de la pista aeroportuaria gibraltareña, tal vez la única en el mundo que está atravesada en un paso a nivel por una carretera de gran circulación. Sería una falta de previsión trazar los planos para una terminal del aeropuerto en tierra española sin reservar un espacio para una nueva carretera de acceso a la ciudad mediante un túnel tan próximo como sea posible a la costa del Mediterráneo. Esta solución, cuya viabilidad técnica está fuera de duda, ayudará a descongestionar el angustioso tráfico terrestre de entrada y salida el día –que ciertamente llegará– en que las autoridades españolas renuncien a su política de incordio y hostigamiento con cualquier excusa.

La tercera cuestión que quisiera evocar aquí es más delicada, por ser de índole política. Se trata de salir al paso de los recelos de un sector de la población del Peñón frente a cualquier gesto que pudiera interpretarse como un comienzo, por débil y remoto que parezca, de traspaso de soberanía. Aunque muchos creamos que esos recelos son enfermizos y exagerados, hemos de reconocer que son explicables como reacción ante la agresividad nada diplomática de los diplomáticos españoles.

En la Declaración de 1987 se decía que las medidas proyectadas “se entienden sin perjuicio de las respectivas posiciones jurídicas de España y del Reino Unido acerca de la controversia respecto de la soberanía sobre el territorio en el que el aeropuerto se encuentra situado”. [5] Esto no sería suficiente para un plan como el que imagino, en el que la iniciativa partiera de las fuerzas y los sectores locales.

Ya que los políticos de Madrid y Londres no quieren hacerlo, pido a  los representantes sociales y políticos de los pueblos de uno y otro lado de la verja que se atrevan a denunciar la falacia de la vigencia del Tratado de Utrecht.

Por parte gibraltareña, sería valiente admitir públicamente que, en efecto, el dominio británico sobre las tierras del aeropuerto no puede encontrar apoyo en Utrecht.

Por parte española, no sería menos valiente admitir públicamente que la frontera actual data –metro más o metro menos– de 1713 y que no hay base histórica para afirmar un avance cuantitativo de la línea de centinelas británicos durante casi tres siglos.

Por ambas partes, sería revolucionario proclamar la perogrullada de que esta frontera, como tantísimas otras, se impuso históricamente por la ley del más fuerte. Lo cual no ha de ser obstáculo para afirmar la voluntad actual de concordia y entendimiento de unos y otros, ni para decir que hoy, cuando se está forjando una Europa democrática, el criterio para mantener o modificar una frontera ha de ser básicamente la voluntad de los pueblos interesados.

Estas cosas ya se pueden decir públicamente en Gibraltar y en el Campo de Gibraltar sin pagar un precio excesivo por el atrevimiento. Podemos decirlas los ciudadanos particulares sin ser sancionados por ello con prisión o multa. Pueden también decirlas grupos sociales como cámaras de comercio, asociaciones empresariales, sindicatos o sociedades culturales. Y podrían decirlas los políticos locales si se decidieran a ser sinceros consigo mismos y a romper el temor reverencial a invadir un campo de acción indebidamente atribuido a las centrales nacionales de sus respectivos partidos y a las autoridades de Madrid y de Londres.

No veo dificultades insalvables, en las actuales circunstancias, para una declaración conjunta del Gobierno de Gibraltar y de las autoridades locales del Campo de Gibraltar según las orientaciones aquí propuestas, recabando al mismo tiempo el apoyo explícito de las fuerzas sociales mencionadas. Tal declaración podría adoptar, por ejemplo, la forma de una petición formal dirigida al Parlamento británico y a las Cortes españolas. ¿Imaginamos la conmoción que esto produciría, sobre todo si se consigue un amplio eco en la prensa y la televisión británicas, españolas e internacionales?.

 


[1] Texto inglés: have agreed the following arrangements.

[2] Texto inglés: The above arrangements will come into operation when the British authorities have notified the Spanish authorities that the legislation necessary to give effect to paragraph 3.3. above is in force, or on completion of the construction of the Spanish terminal, whichever is the later, but in any event not more than une year after the notification referred above.

[3] Texto inglés: Where appropriate, passengers will be subject to customs and immigration controls in the respective terminals.

[4] the application to Gibraltar of international agreements, the implementation in Gibraltar of international obligations and the participation of Gibraltar in specialised international bodies.

[5] Texto inglés: are understood to be without prejudice to the respective legal positions of Spain and the United Kingdom with regard to the dispute over sovereignty over the territory in which the airport is situated.

 

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