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En esta sección se recogen extractos de opiniones significativas discrepantes de la política seguida por el Ministerio de Asuntos Exteriores de España respecto a Gibraltar.

 

 

Un precursor: Antonio Menchaca, en Cuadernos para el Diálogo, diciembre de 1963:

(...) quizá pueda postular también aquí alguna solución mediante la cual la población de Gibraltar se libere del estatuto colonial del siglo XIX, pero no para ir a caer en la trama administrativa de otra nación, sino para encontrar la libertad, la emancipación, y el bienestar económico asociado al desarrollo de su zona limítrofe. Gibraltar podría ser no sólo uno de los polos turísticos con Málaga al norte de la Costa del Sol, podría ser no sólo su casino, su puerto, su cabeza en muchos sentidos, sino que al mismo tiempo podría llegar a ser el puerto franco exportador del desarrollo económico que se prevé para Andalucía oriental. Los españoles debemos a los gibraltareños aún un programa común que les estimule y que les haga desear asociarse por una u otra fórmula jurídica a las empresas de futuro de nuestro país. Tratado ello con altura y desinterés, lo que hoy es un factor de desequilibrio en un punto vital de Europa, puede llegar a ser otro factor más de solidaridad humana, de seguridad en el Estrecho, y de amistad entre los españoles, los ingleses y los gibraltareños, a todos los cuales probablemente interesaría ver al Peñón convertido en algo así como una pacífica y desmilitarizada Andorra del Sur.

 

Emilio Sanz de Soto, “Gibraltar: verdades sencillas”, en El País, 28 de junio de 1982:

(...) el cierre de la verja de Gibraltar fue uno de esos errores patrióticos/patrioteros que, afortunadamente, no creo que sea irreparable. (...) Recuerdo a una amiga de mi madre, señora gibraltareña, con ese su deje al hablar y con esa su distinción al vestir, tan particulares, contarle que “el bendito de José María (se refería a Pemán) está el pobre tristísimo, hija mía, con lo que nos han hecho”. (...)

La influencia española -la expansión de lo español- se ha producido siempre a nivel popular. Tema éste que apasionaba a Alejo Carpentier. Nunca a nivel cultural, como le ocurre a Francia, o a nivel económico, como le ocurre (o mejor: le ocurría) a Inglaterra. Pero de ello no parecen haberse enterado nuestros gobernantes. Ni los de antes, ni los de ahora.

No traten pues el problema de Gibraltar a alto nivel, trátenlo a bajo nivel, y acertarán.

 

Fernando Savater, “La ocasión perdida”, en El País, 9 de julio de 1983

Gibraltar es el único problema que indudablemente España no tiene, pero que hay que relanzar de cuando en cuando para desviar la atención de los que tiene y, de paso, cosquillear un poco ese punto bobo del alma que en los patriotas sustituye a la conciencia cívica. Entonces, ¿y la sacrosanta integridad del territorio nacional? Pues resulta que ni los españoles que hoy vivimos, ni nuestros padres, ni nuestros abuelos, ni nuestros bisabuelos, ni nuestros tatarabuelos hemos conocido otro territorio que éste que ahora tenemos, con Gibraltar bajo dominio inglés. Por mucho que nuestro narcisismo, educacionalmente fomentado por los chantres de turno, haya podido sufrir por tal ignominia, ya va siendo hora de acostumbrarse, ¿no? Y además, ¿qué pasa con la famosa colonia del Peñón? ¿Hay allí una cultura esclavizada por el invasor o constantes hostilidades en la frontera o grave detrimento de la economía de la zona? Todo lo contrario: es un enclave pintoresco y próspero con bobbies que dicen  ¡Ozú!, que mantienen relaciones fructuosas y cordiales con los andaluces de la vecindad, aunque de cuando en cuando hay que estropearlas un poco para dar gusto al Santiago Matamoros o Mataingleses, que por lo visto está mandado que todos llevemos dentro. La verdad, ingenuamente creí que con el cambio empezaríamos a reeducarnos en el sentido común sobre este tema, en lugar de volver a hablar de derechos irrenunciables y de contárselo además... ¡a Reagan! No todos los gobernantes pueden ser Disraeli o Mendès-France, pero al menos se les puede pedir un poco de sentido del ridículo.

 

Rafael Sánchez Ferlosio, “La verga de Hércules”, en El País semanal, 3 de febrero de 1985:

En la catedral de Gibraltar, sobre el tablero de una puerta lateral que da probablemente acceso a la sacristía y a las dependencias han prendido con cuatro chinchetas un letrero que dice: “Unhappy families? If your marriage bring tears, come and talk to us” (“¿Familias desgraciadas? Si su matrimonio es causa de lágrimas, pase y hable con nosotros”). Si la pareja a la que le diese por responder a esa llamada, para confiar sus cuitas a alguien que supiese darle un consejo sabio y santo, fuese la del Reino Unido y Gibraltar, yo, ciertamente, delegaría tal cometido en otro confesor más apropiado; pero si por ventura un día la pareja que acudiese a la consulta fuese, en cambio, la de España y Gibraltar, con vistas a algún posible matrimonio, me quedaría para siempre el resquemor de haber faltado a mis deberes patrios si vacilase en echar sobre mis propios hombros la responsabilidad de dar consejo, hoy que me ha sido dado vislumbrar in situ, siquiera vagamente, el panorama: “Hija, ¡mi alma!”, le diría yo a España, “no te cases con ese hombre, que es muy suyo”. Y a Gibraltar: “Hijito mío, corazón de fuego; mira que esa mujer no te conviene, que es muy absorbente”.

 

Jesús Mosterín, “El seudoproblema de Gibraltar”, en El País, 30 de marzo de 1984

Los españoles tenemos muchos y graves problemas, pero entre ellos no se encuentra el de Gibraltar. Durante muchos años se nos ha dicho que Gibraltar es una espina clavada en el corazón de España. Pero ni Gibraltar es una espina ni España posee un corazón. ¿Qué tipo de problema constituye? (...)

¿Será un problema político? En el referéndum de 1967, los gibraltareños manifestaron su abrumador deseo de seguir bajo la soberanía británica, no tanto por amor a Gran Bretaña como por miedo a España (...). Para cualquiera que piense democráticamente, lo único que sería un problema y un escándalo político sería que el Estado español tratase de imponer su soberanía sobre Gibraltar contra la voluntad de los gibraltareños. (...)

Ejercitemos la gozosa capacidad de pensar. Pinchemos con el alfiler del análisis los globos hinchados de la retórica irreflexiva y pretenciosa. El peñón de Gibraltar no es más problema que el peñón de Ifach. Son piedras demasiado grandes para meterse en nuestros zapatos y molestarnos. De hecho, Gibraltar no nos molesta, ni nos amenaza, ni nos coarta, ni nos cuesta un duro (...)

En cuanto los españoles dejemos de amenazar a los gibraltareños con la anexión, ellos perderán su interés en seguir siendo británicos y serán simplemente gibraltareños, una minúscula aldea autónoma (como Andorra o San Marino) en una Europa sin fronteras.

 

Juan Benet, “A vueltas con Gibraltar”, en El País, 12 de febrero de 1985

(...) cabe imaginar que el mismo día en que los gobernantes de ambos países comprendieran la necesidad de renunciar a la lucha para resolver el litigio, cursaran a los responsables órdenes de suspender una educación que inocula unos resentimientos que sólo con la lucha tienen una salida honorable, distinta del olvido; cabe pensar en una actitud oficial que no hubiera quedado determinada por el heredado malestar provocado por el tratado de Utrecht; que pasados los años, y cicatrizada la herida del despojo, el educador señalara al Peñón como “el último vestigio del régimen colonial”, pero con un énfasis muy distinto al actual; casi con regocijo; como una fortuna que sólo España tiene en el continente europeo; como un motivo más de atracción; como una curiosidad que hace de España una nación diferente; como un anacronismo digno de ser acotado, conservado y visitado -como los monjes del monte Athos; como las comunidades de Ephrata, en Pensilvania; como las reservas indias-, donde vive una disparatada colonia de la corona británica que se alimenta del pasado y conserva sus cañones, sus casacas rojas y su palacio del gobernador; donde el bobby habla con asento andalú. Quién sabe si ante una actitud oficial más humoresque, y una vez amortizado el valor estratégico de la base, la Gran Bretaña, tan pagada siempre de su estampa en ultramar, se hubiera visto obligada a suavizar el régimen de la colonia, a fin de evitar el ridículo.

 

Jesús Mosterín, “La reivindicación de Gibraltar”, en El País, 7 de agosto de 1992:

Salvo grupos marginales como ETA o el IRA, aquí [en Europa] nadie pretende cambiar las fronteras por la fuerza, y, salvo el español, ningún gobierno pretende cambiarlas en absoluto. Nuestro Gobierno, sin embargo, cada dos por tres arma la de Dios es Cristo y entorpece el normal progreso de la constitución europea no por cuestiones de sustancia, de ideas o de dinero, sino por la rancia y empecinada reivindicación española sobre Gibraltar, provocando sentimientos de vergüenza ajena en nuestros socios comunitarios.

(...) son los propios gibraltareños los que desean depender de Londres, como en el caso de las islas Canarias son sus propios habitantes los que desean depender de Madrid. Y recuérdese que Tenerife está a igual distancia de Madrid que Gibraltar de Londres. Pero no es la distancia lo que cuenta, sino la voluntad de la población, y, mientras ésta no varíe, ni en Gibraltar ni en las Canarias se da una situación colonial en sentido real.

En sentido formal sí que se da una situación colonial, y ello por culpa del Gobierno español que, amparándose en una cláusula del Tratado de Utrecht, impide que el Reino Unido conceda la independencia a Gibraltar, que es lo que los gibraltareños desearían. A esa pretensión gibraltareña de independencia se opone España, no el Reino Unido. Por ello, los lamentos de nuestra oxidada diplomacia sobre la situación colonial de Gibraltar son de una hipocresía de cocodrilo, para sonrojo de propios y bochorno y embarazo de extraños.

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Jesús Mosterín, “La vocación de Gibraltar”, en El País, 6 de septiembre de 1995:

La democracia no nació en los inmensos imperios de la antigüedad, sino en las minúsculas poleis o ciudades-Estado de la Grecia clásica. (...)

Dejemos a los gibraltareños ser la polis que desean ser, negociando (no sólo con Gran Bretaña, sino también con el Gobierno gibraltareño) un tratado de independencia que sustituya al de Utrecht, con garantías para todas las partes implicadas. Para salvar la faz de las orgullosas potencias ex imperiales, nombremos a los reyes de España y de Gran Bretaña como garantes del tratado y copríncipes de la Roca, al estilo andorrano. Y todos tan amigos, y el resto del mundo aplaudiendo.

 

Juan José Téllez, “Campo de Gibraltar: la historia oculta”, en Europa Sur, 17 de mayo de 1998:

¿Algún baranda oficial de esos que ahora aseguran que fue un error fascista cerrar la Verja le dio las gracias a Gonzalo Arias, antes de que se mudara, por todos sus esfuerzos en hermanar a los pueblos separados por un contencioso añejo?

 

Arturo Pérez-Reverte, “Temblad, llanitos”, en El Semanal, 21 marzo 1999:

Qué miedo. El ministro don Abel Matutes ha decidido que a Gibraltar le vamos a poner los pavos a la sombra. (...)

En cuanto a los intereses generales, a los que el ministro se refería para justificar las colas en la frontera y la pérdida de empleo de los trabajadores españoles, alguien debería recordar que los sucesivos gobiernos de España se han venido pasando los intereses de los habitantes de la zona por el forro de los huevos, convirtiendo La Línea y el Campo de Gibraltar, después de mucha mojarra y mucho cinismo, en un lugar de abandono y miseria donde la gente ha tenido que montárselo como Dios o el contrabando le han dado a entender. Y que ahora la colonia británica, el turismo que genera, su actividad comercial y su picaresca pirata desprovista de vergüenza, son el único recurso económico solvente. Los españoles de allí no tienen otro remedio que vivir de Gibraltar, haciéndoles de camareros y de albañiles y de tenderos a los llanitos y a los ingleses. Así que van listos, si son el ministro Matutes y su Gobierno los que ahora se comprometen a darles de comer. Como decía el chiste: Virgencita, Virgencita, que me quede como estoy.

 

Juan Manuel Ballesta, “El amante Matutes”, en Europa Sur, 18 de marzo de 1999:

Usted, señor Matutes, no puede alegar incumplimiento por parte de Gibraltar de tantas directivas comunitarias (en realidad son sólo cuatro las que aún no se han puesto en vigor en su totalidad) cuando España ha venido vetando por sistema todas aquellas relativas al uso del aeropuerto de la colonia, sobreponiendo con ello una decisión nacional a otra de la Comunidad Europea, ésta de mayor rango. Más grave aún es la interpretación sui generis de las obligaciones contraídas por nuestro país en materia de fronteras, pues antepone un gran celo, no justificado, en los registros a la eficacia y fluidez para el paso de personas y mercancías.

Si absurdo es pretender conquistar a palos Gibraltar la deseada, inicuo es azotar a sus parientes próximos, los linenses, porque la novia no traga. El resultado de esa aventura amorosa respecto a los que vivimos en esta sufrida tierra es un compendio de ruina material y moral (...)

El clamor de todo un pueblo reforzado por representantes del resto de la provincia, las fundamentadas críticas de los distintos partidos políticos, incluso las del alcalde de La Línea, la acertada opinión de medios de comunicación, el mensaje de los comisionados que le han visitado (yo nunca hubiera dado este paso mientras mantuviera medidas de presión en la frontera) y la situación socioeconómica descrita no parecen razones suficientes para que olvide sus intenciones amorosas.

 

Juan José Téllez, “Hace falta una tregua”, en Europa Sur, 22 de marzo de 1999:

(...) está más claro que el agua que existe una sensibilidad distinta respecto a Gibraltar, ya sea en la comarca, ya sea en territorios más alejados del entorno. Aquí, aunque a veces se nos vayan las manos o la lengua, solemos tener en cuenta el elemento humano. Afuera, seguimos siendo los peones de un ajedrez siniestro y diplomático, donde la ignorancia se mezcla con el rencor, que nunca dejaron de ser compañeros de viaje. (...)

En La Línea, cuatro mil personas se manifestaron para que el Campo de Gibraltar deje de ser la cenicienta de los presupuestos y de los planes de empleo. Pero, sobre todo, se echaron a la calle para intentar que la Verja siga pagando el pato de la histeria gubernamental. El Partido Popular de esta zona se sumó a una marcha convocada por un Ayuntamiento que precisamente encabeza dicha formación, que es a la vez quien ostenta el Gobierno del Estado. ¿Qué quiere decir esto? Que algo falla y que, desde luego, ni prima el diálogo ni la unanimidad entre las filas conservadoras.

 

Antonio Burgos, “Dos Gibraltares”, en El Mundo, 27 de septiembre de 2000:

Vemos la paja del Tireless en la colonia ajena y no vemos la viga de la ITV de submarinos nucleares del Tío Sam en la propia. Hablo de la base de Rota, que como su nombre indica es la derrota de la soberanía nacional hace muchísimos años, sin que nadie diga nada.

 

Eduardo Haro Tecglen, “Gibraltar”, en El País, 17 de marzo de 2001:

A mí me gusta Gibraltar como es. Preferiría lo que algunos de entre ellos piden ahora: su independencia. Un pañuelito de colores tendido en la bahía al viento de levante, un puñado de personas bilingües, hispano-inglesas. (...) No tengo manías de nacionalidades, y quisiera que la tierra fuera del que vive en ella: del que la trabaja, decían los rebeldes de antes (...)

Veo ahora el fastidio posimperial de Blair y la arrogancia paleta de Aznar cuando los gibraltareños -los llanitos- piden esa independencia. El ardor patrio de éstos que entregan Rota y mandan soldados a Kosovo y una fragata al Golfo me resulta insufrible (...); más bien grotesco. (...)

Se quejan éstos: dicen que en Gibraltar prospera el contrabando libre: pero no tiene comparación con el protegido de Galicia.

 

Eduardo Mendicutti, “Hartos de la colonia”, en El Mundo, 20 de marzo de 2001:

Me imagino el día en que Gibraltar fuera otra vez español y se me abren las carnes. Sería espantosa la avalancha de discursos patrióticos, manifestaciones de colegiales con banderitas y de jubilados con bocata en autobús, de páginas especiales en los periódicos y de programas monográficos en radio y televisión (...)

Pero ¿y si lográsemos que Gibraltar fuese para los gibraltareños, y para nadie más? Después de todo, ahí está Andorra, con esa soberanía estrambótica a más no poder y esas facilidades para las tropelías fiscales, y nadie levanta la voz; ya sé que no son casos comparables, pero, si se miran con ojos actuales, igual de anacrónicos e incordiantes son la bucólica piratería andorrana y el impertinente colonialismo de Gibraltar. ¿Por qué, entonces, Andorra sólo nos parece pintoresco, y Gibraltar, en cambio, nos ataca los nervios? Porque Andorra no es “de otro”, o por lo menos no lo es completamente, y Gibraltar, en cambio, es de los ingleses, que siguen siendo los peores “otros” para un montón de españoles. Así que algo habría que hacer para despertar en los gibraltareños un orgullo de identidad y conseguir que se pongan de pronto a reclamar la independencia. Gibraltar independiente, ¿por qué no? Eso, al menos, tendría una ventaja: toda la patriotería con colegiales, banderitas, jubilados, bocatas, monográficos y libros de encargo sólo daría la murga al otro lado de la verja.

 

Alicia Mª Canto (Universidad Autónoma de Madrid), "Gibraltar : el Peñón de Sísifo", noviembre 2001:

(Artículo inédito, al no haber sido aceptado por los diarios a los que se ofreció, que se incluye aquí por gentileza de la profesora Canto)

"España no renuncia a sus derechos sobre la soberanía de Gibraltar". Ésta es la solemne frase que más se oye en estos días desde los medios oficiales y la prensa concordante, y así leída parecería como si España en realidad tuviera muchos. Pero esta reivindicación, que desde el siglo XVIII es tan recurrente en España como el virus anual de la gripe, no encuentra tanto fundamento en los hechos históricos, y tampoco un apoyo muy sólido en los referentes legales modernos. De los primeros andamos escasos porque la soberanía de Gibraltar se cedió en 1713, y con carácter definitivo. Y no los tenemos modernos porque el beneficiario directo de la resolución 1514 de la ONU, tan evocada pero de muy discutible aplicación, en ningún caso sería España, sino el propio pueblo gibraltareño. A pesar de lo que diga nuestra misión en la ONU (por último el 19 de junio de 2001), o la misma ONU, de forma siempre algo críptica (ex. gr. la Resolución 2353.XXII, de 19.12.67), no fue el Reino Unido el que "rompió la integridad territorial de España y su unidad nacional", sino el rey Felipe V.

Los documentos escritos, y no las opiniones -públicas o publicadas- son los que dan o quitan los derechos. Por esto, y a efectos de tener claro el debate, no sobra reproducir aquí dos párrafos decisivos del artículo 10 del Tratado de Utrecht, de 13 de julio de 1713. Tratado que saldó la Guerra de Sucesión española y sancionó la conquista militar del Peñón por la flota anglo-holandesa -que había tenido lugar ya nueve años atrás, en 1704-, con ratificación en París (1763) y Versalles (1783): "El Rey Católico, por sí y por sus herederos y sucesores, cede por este tratado a la Corona de la Gran Bretaña la plena y entera propiedad de la ciudad y castillo de Gibraltar, juntamente con su puerto, defensas y fortaleza que le pertenecen, dando la dicha propiedad absolutamente para que la tenga y goce con entero derecho y para siempre, sin excepción ni impedimento alguno". Salvo reclamar el istmo luego robado o el asunto del contrabando, y aprender la lección, España sólo puede gemir por la cesión definitiva de Felipe V de este territorio, y tenerla por lamentable, incauta y poco astuta; pero lo cierto es que así se hizo y se firmó, y que ése es el hecho que vale.

Es verdad que se salvó de la quema esta cláusula final: "Si en algún tiempo a la Corona de la Gran Bretaña le pareciere conveniente dar, vender o enajenar de cualquier modo la propiedad de la dicha Ciudad de Gibraltar, se ha convenido y concordado por este Tratado que se dará a la Corona de España la primera acción antes que a otros para redimirla". Pero parece claro que el Reino Unido no ha iniciado jamás de motu proprio acción alguna para dar, vender o enajenar su colonia (que fue simple guarnición hasta 1830). Sencillamente se está viendo forzada por España, por especiales buenas relaciones personales del momento, o quizá por alguna amistosa presión desde la UE, a volver por enésima vez sobre un tema molesto y en el fondo zanjado.

España, que de ningún modo pudo encajar la humillación de 1713, asedió militarmente el Peñón en quince ocasiones, sin conseguir nunca recuperarlo. El sitio de 1779-1783 fue especialmente duro, y se alargó sin éxito durante 43 meses. En tiempos contemporáneos, desde 1963, la España de Franco optó por la vía diplomática. Al "Libro Rojo" español de 1965 contestó Inglaterra en 1967 con su "Libro Blanco" y con el referéndum celebrado en Gibraltar, en el que la determinación de los gibraltareños de seguir siendo ingleses barrió literalmente (12.138 votos frente a 44) a la opción españolista. Franco respondió con el enrabietado cierre de la frontera, mantenido hasta 1983 y de efectos contraproducentes. A su vez, Inglaterra aumentó la autonomía a la colonia y, de hecho, el primer día de 1973 Gibraltar entró junto con su metrópolis en la entonces CEE, en la que permanece y con sólo dos excepciones (agricultura y aduanas).

Se cita por España en su favor la aplicación de la Resolución 1514 (XV) de las Naciones Unidas, de 14 de diciembre de 1960, reiterada en otras ocasiones. Pero este acuerdo no es aplicable al estatuto político de Gibraltar, y tampoco marca ningún derecho hacia España: "En los territorios en fideicomiso y no autónomos, y en todos los demás territorios que no han logrado aún su independencia, deberán tomarse inmediatamente medidas para traspasar todos los poderes a los pueblos de esos territorios, sin condiciones ni reservas, en conformidad con su voluntad y sus deseos libremente expresados, y sin distinción de raza, credo ni color, para permitirles gozar de una libertad y una independencia absolutas". Pero tan claro resulta que Inglaterra no administra Gibraltar "en fideicomiso", por ser desde 1713 completa y legítimamente suyo, como que aquellos 6 km cuadrados se rigen de forma totalmente autónoma, y no parece que estén luchando por "lograr su independencia" del Reino Unido.

Y, por otro lado, aunque se insistiera en negar estas tres evidencias, lo que prevalecería, según la ONU, es el derecho de los gibraltareños a decidir su propio destino. Pero esto no les conducirá ni a volver a la propiedad de España, ni a sujetarse a ese curioso neohíbrido de la "soberanía compartida" -que también se agita hipnóticamente ante nosotros-, sino sólo a alcanzar su plena independencia. Algo que, además, no convendría a intereses agregados pero decisivos, como el del valor todavía estratégico del control del Estrecho, por lo que es previsible que no ocurra.

En la forma sibilina -esto es, muy inteligente- que siempre ha caracterizado a su diplomacia, el Gobierno inglés anuncia que en cualquier caso apelará a la opinión de los propios gibraltareños. Pero ellos y nosotros sabemos ya cuál va a ser el resultado... ¡y todavía queremos pasar por esa vergüenza! Así que ocuparse de nuevo en esta cuestión no pasa de ser una entretenida masturbación patriótica, pero nada provechosa. Puesto que no nos asisten derechos (excepto aquél de la "integridad territorial de los Estados", que nos llevaría de cabeza a reintegrar Ceuta y Melilla a Marruecos, y Olivenza a Portugal), el misterio consiste en descifrar si es que la diplomacia española necesitaba en estos días un lifting urgente de imagen, o si es que está pasando algo, en otra parte, para que se nos quiera mantener distraídos. Pero, sobre todo, en que se aclare si no tenemos nada mejor que hacer, en otros escenarios más airosos para nuestro país, que, como un Sísifo irredento, volver a cargar cuesta arriba una vez más con el enorme peñasco de Gibraltar, sólo para conseguir que vuelva a caérsenos rodando o, lo que sería aún peor, que esta vez se nos cayera encima...

 

Alejandro Ruiz (mensaje personal, 18.01.02):

Hola Gonzalo, soy un ciudadano de Algeciras que ha visitado tu web y quiero felicitarte por los puntos de vista que en ella expones sobre el contencioso. Me gustaría que pudieras recordar a los políticos de Madrid que el problema no es sólo Gibraltar sino todo el Campo de Gibraltar.

Por encima de las ideas de nación, Estado, patria está la de las personas y desde luego nunca han preguntado a los Campo Gibraltareños, que son los más indicados incluyendo gibraltareños, sobre qué es lo que quieren. El problema de Gibraltar debe de tratarse inexorablemente junto con el problema de las peculiaridades e idiosincrasia de la zona del Campo de Gibraltar, zona atípica por su naturaleza y geografía, punto de encuentro de numerosos pueblos del mar Mediterráneo.

Gran cantidad de la población antigua de la zona tiene orígenes malteses, napolitanos, genoveses e incluso judíos del otro lado de la rivera de este hermoso mar. La hurriya o libertad es la idea fundamental para un pueblo. Son las naciones las que han intentado sin conseguirlo dividir al pueblo de Gibraltar del resto de sus vecinos.

El contacto ha sido siempre continuo y pocos campogibraltareños pueden tener ideas retrogradas sobre el peñón. Asi que pienso que el Sr.Piqué baje de su pedestal españolista-centrista y conozca que las personas son las que acaban con las barreras.

Un saludo.

 

 

Joaquín de Salas Vara de Rey, “La des-vocación de Gibraltar (Tumbar Utrecht)”, artículo inédito facilitado por el autor en enero de 2003

 

 

I. GIBRALTAR

 

            En medio del horror étnico que nos ha dado el siglo pasado, con dos guerras mundiales y sólo un corto período (1945-1990) de recuperación de los principios democráticos y de atenta vigilancia frente a la bestia etno-nacionalista, algunos santuarios precontemporáneos - o así se ve ahora - mantuvieron para muchos la esperanza de rehacer los siglos XIX y XX de otra manera. Pocos lugares como Gibraltar han logrado permanecer siendo el premodelo que cualquier Rousseau hubiera deseado hoy día para reemprender de otro modo el que una colectividad humana se autoorganice políticamente.

 

            Gibraltar es socialmente una mezcla infinita de clases; étnicamente un conglomerado de orígenes culturales diversos (italianos fundamentalmente, andaluces, catalanes, anglosajones, judíos, hindúes etc...); políticamente, un equilibrio entre el proteccionismo del Reino Unido y la ambición de España; jurídica e históricamente, un futuro construido a caballo entre un Tratado de conquista (patrimonial) del siglo XVIII entre dos monarcas absolutos y la Resolución (poblacional) 1514 de las Naciones Unidas y económicamente, un sistema ágil y agresivo que permite a su población desarrollarse y expandirse con armonía. Todo ello describe a Gibraltar como un caso raro distinto a cuanto el siglo XX pudiera haber previsto para cualquier otro lugar.

 

            Y he aquí que en los últimos años todo analista ha considerado que ya por fin la contemporaneidad ha alcanzado a Gibraltar: unos para estimar que debe reintegrarse a la madre patria bajo diversos modelos - el andorrano es uno de ellos -, otros que debe incorporarse al Reino Unido como un distrito metropolitano más y otros en fin, que debe independizarse y decidir su futuro con absoluto dominio. Todas estas opciones parten de la misma y caduca idea de que una única y homogénea comunidad preexistente  - la yanita en este caso - ha llegado a la mayoría de edad para independizarse y de que por ello sería deber de la comunidad internacional atender a su demanda. Sin embargo ni la colectividad que vive en la Roca forma una única y homogénea comunidad preexistente ni ha alcanzado la mayoría de edad ahora.

 

            Gibraltar como colectividad diversa de ciudadanos ha ejercido su derecho a autoorganizarse desde hace tiempo, cuando en otros países europeos no se sabía o se había olvidado lo que era una urna y ha expresado su voluntad clara de autodeterminación nada menos que en 1967. El resultado final es y ha sido hasta ahora el de una pequeña colectividad de ciudadanos iguales, étnicamente distintos, que se da las estructuras políticas que necesita en beneficio y para satisfacción de sus intereses. Nada más y nada menos. Se ha dotado y sigue haciéndolo, de una cobertura política básica, la que le da un sistema en equilibrio entre clases, entre ideas políticas, entre etnias, entre España y el Reino Unido... que funciona. Por ello, porque dicha constitución ha sido en la práctica autootorgada y porque ha tratado de no excluir a ninguno de los habitantes de la Roca, merece la admiración de cualquier demócrata.

 

            El modelo o vocación de Gibraltar como polis griega o ciudad medieval de la Alta Italia o de la Suiza cantonal ha seducido en los últimos tiempos a cuantos quisieran ver debilitado el poder asfixiante de los Estados-Nación resultantes de un proceso histórico viciado para hallar en bruto allí la sociedad civil a la escala del ser humano que quisiéramos mejorar.

 

            Sin embargo en los tres últimos años el sentido nacionalista, con ribetes auténticamente étnicos, ha asomado por la Roca. El National Day cada 10 de septiembre - fecha que conmemora el rechazo en referéndum a la incorporación a España - parece demostrar que es difícil iniciar un proceso histórico de autoorganización política, sin el añadido de ingredientes nacionalistas. Y que sin el elemento étnico incluso éstos no rinden los frutos debidos.

 

            Es deber de quienes han contado durante años con el ejemplo de Gibraltar como modelo político exportable - incluso a España, vía poder comunal - alertar a los propios gibraltareños de lo que se ha podido ver en acontecimientos como el National Day y no gusta: se ha visto poca participación de ingleses y españoles de origen, de judíos, hindúes y musulmanes en lo que debería ser una fiesta ciudadana; se ha ensalzado el ser yanito como un rasgo heredado y no adquirido voluntariamente; la multitud se ha recreado en símbolos o distintivos como la bandera nacional, el "yanito" como lengua nacional, el traje nacional al estilo Nelson o el plato gastronómico nacional que distraen de cuáles hayan de ser las aspiraciones ciudadanas; en fin, se invita a oradores extranjeros nacionalistas, étnica y fuertemente nacionalistas, para refrendar la aspiración de que a toda comunidad nacional preexistente le corresponde un Estado que la defienda incluso contra el ciudadano diferente, cuando se sabe que a los gibraltareños no les hace ninguna falta.

 

            El error de cuanto pasa consiste en pensar que Gibraltar debe arrastrarse como penitencia por estos dos siglos para sufrir sus miserias del modo en que lo han hecho las demás colectividades territoriales. Someterse por ejemplo a la vergüenza de la exclusión étnica y sentir el padecimiento de un proceso de descolonización comme il faut para poder acceder a la categoría especial de las Naciones Soberanas e Independientes.

 

 

II. PROPUESTAS

 

            La colectividad ciudadana gibraltareña debe ser consciente de que no precisa independizarse, del mismo modo que no necesita integrarse en España o en el Reino Unido. Sus intereses objetivos pasan o han de pasar ahora por el mantenimiento del statu quo, que no se sabe aún pese a los casi trescientos años transcurridos por qué ha de entenderse provisional. O como mucho, por el prurito de la identidad propia que impone nuestro tiempo, aspirando a una imaginativa formula superadora del más que anticuado Tratado de Utrecht, que apueste abiertamente por el siglo XXI: la de convertirse en el primer Territorio de la Unión Europea.

 

            Por tal ha de entenderse en términos políticos aquel territorio con personalidad jurídica propia y diferente de los Estados miembros de la Unión Europea, pero con poderes e instrumentos de autogobierno propios y sólo limitados en política exterior y en defensa por la misma Unión, que designaría a la autoridad máxima del Territorio que ejercería su cometido con la misma intensidad que actualmente lo hace el Gobernador de la colonia. Con representación además y voz, pero sin voto, en los órganos supraestatales europeos.

 

            Una fórmula que se elaborara a partir de una idea semejante y que inevitablemente significaría tumbar (en el sentido de mandar a la tumba tras casi trescientos años) a Utrecht, habría de beneficiar a todas las partes en juego en este largo y cansino contencioso:

 

n    A España que vería formalmente salvado su orgullo nacional y que en lo material intervendría en una teórica quinceava parte en los asuntos más delicados que le pudieran afectar en su vecindad con la Roca: la eliminación de los tráficos ilícitos. En cuanto a su hipotética pérdida de soberanía, más se pierde actualmente en la aplicación de cada directiva comunitaria....

n     Al Reino Unido que sin coste alguno y con cierta elegancia, saldaría un caso colonial más y ganaría un aliado de peso en la Unión.

n    A los gibraltareños, que garantizarían de por vida con un nuevo tratado internacional derogatorio del de Utrecht un estatuto que si teóricamente avala ahora el Reino Unido en la misma Constitución de la Colonia, es puesto en cuestión a cada movimiento de las diplomacias de España y del propio Reino Unido; abandonando en el mismo golpe su odioso estatuto colonial.

n    Al Campo de Gibraltar y en especial a La Línea, que dejaría de soportar una situación falsa de provisionalidad, abandonando su papel de víctima indirecta de la política de aislamiento higiénico del “problema”.

n    A la Unión Europea que se dotaría de un campo de ensayo para políticas comunes tan espinosas como la Defensa de la Unión.

 

            De ese modo y en ese equilibrio, Gibraltar quedará por los siglos salvaguardado frente a apetencias territoriales vecinas y sobre todo, frente a la enfermedad del nacionalismo excluyente.

 

            El error de muchos a un lado y otro de la Verja consiste en pensar que Gibraltar está de ida cuando en verdad podría estar ya de vuelta.

 

 

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