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¿Utrecht? No, gracias

 

En Utrecht se firmó en 1713 el tratado que reorganizaba el mapa de Europa y el equilibrio de las potencias tras la Guerra de Sucesión de España, que había durado 12 años. Un solo artículo, el 10, se refería a Gibraltar. Los demás tratan de cuestiones que no tienen hoy la menor actualidad, incluido el artículo 11 por el que España cedía a Gran Bretaña la isla de Menorca. Cuando se habla, todavía hoy, de la vigencia de este tratado, hay que entender por lo tanto que se habla a lo más de su artículo 10, y en realidad a una pequeña parte de él, como veremos. Conviene, pues, conocer el texto exacto de aquel artículo para juzgar de la solidez o liviandad de la argumentación basada en el mismo. Helo aquí traducido del latín, que era entonces el idioma de los textos internacionales:

 

El Rey católico, por sí, por sus herederos y por sus sucesores, cede por este Tratado a la corona de la Gran Bretaña la plena y entera propiedad de la ciudad y castillo de Gibraltar, juntamente con su puerto y las defensas y fortalezas que le pertenecen, dando la dicha propiedad para que la tenga y goce absolutamente, con entero derecho y para siempre, sin excepción ni impedimento alguno; pero para evitar los abusos y fraudes que podría haber en la introducción de las mercancías, quiere el Rey católico, y supone que se entiende así: que la dicha propiedad se cede a la Gran Bretaña sin jurisdicción alguna territorial, y sin comunicación alguna abierta con la región circunvecina de parte de tierra. Y como la comunicación con las costas de España por vía marítima no puede estar abierta y segura en todos tiempos y de aquí puede resultar que los soldados de la guarnición de Gibraltar y los vecinos de aquella ciudad de Gibraltar se vean reducidos a grandes angustias, siendo la mente del Rey católico sólo evitar la introducción fraudulenta de mercancías como se ha dicho con el comercio de tierra, se ha convenido que en estos casos se pueda Adquisición de Publicaciones a dinero de contado en la región de España circunvecina la provisión y demás cosas necesarias para el uso de las tropas de la guarnición y de los vecinos y navíos que estuvieren en el puerto; pero si se aprehendieren algunas mercancías introducidas por Gibraltar ya para permuta de víveres, o ya para otro fin, se adjudicarían al Fisco, y dando queja de esta contravención del presente Tratado, serán castigados severamente los culpables:  Y S.M. Británica, a instancia del Rey católico, consiente y conviene en que no se permita por motivo alguno que Judíos ni Moros habiten, ni tengan domicilio en dicha ciudad de Gibraltar y que no se dé entrada ni acogida a los navíos de guerra de los moros en el puerto de aquella ciudad, con que se pueda cortar la comunicación de España a Ceuta, o ser infestadas las costas españolas por los Moros; y como hay tratados de amistad y libertad y frecuencia de comercio entre los vasallos Británicos y algunas regiones de la costa de África, se ha de entender siempre que no se les puede negar la entrada en el puerto de Gibraltar a los Moros y sus navíos que sólo vienen a comerciar. Promete también S.M. la Reina de la Gran Bretaña que a los habitantes de la dicha ciudad de Gibraltar se les concederá el uso libre de la religión católica Romana. Si en algún tiempo a la Corona de la Gran Bretaña le pareciera conveniente dar, vender o enajenar la dicha ciudad de Gibraltar, se ha convenido y concordado por este Tratado que se dará a la Corona de España la primera acción, antes que a otros para redimirla.

 

Tal es el añejo texto al que las artes de la diplomacia, desde el ministro Castiella, pretenden dar continuada vigencia. (No siempre fue así: el diplomático español José Lion Depetre defendió en 1954-55 la tesis de la caducidad del Tratado de Utrecht con abundantes argumentos: cláusula rebus sic stantibus, desaparición de 10 de los 17 Estados signatarios, incumplimiento, etc.) Castiella, desde mucho antes de ser ministro de Franco, sostuvo la tesis de la vigencia del susodicho artículo, creyendo ver en él una justificación de las medidas de bloqueo y un arma para reivindicar la soberanía. La tesis no sólo fue aceptada de buen grado por los negociadores británicos desde 1966 (¡se les servía en bandeja un título jurídico que validaba la presencia británica en el Peñón!), sino que por el cauce de esa interpretación jurídico-política han discurrido después todos nuestros ministros de asuntos exteriores sin excepción.

Pero ¿qué es lo que puede estar vigente del famoso artículo 10? Una lectura cuidadosa nos conduce a sistematizar así sus disposiciones:

 

1ª y principal: Se cede perpetuamente a Gran Bretaña la propiedad de la ciudad y el castillo de Gibraltar, con su puerto y las defensas y fortalezas que le pertenecen, pero “sin jurisdicción territorial”.

: No podrán introducirse en España mercancías procedentes de Gibraltar; las que se aprehendieren se adjudicarán al Fisco.

: Para evitar tal introducción no habrá comunicación con la región circunvecina por parte de tierra.

: No obstante, cuando la comunicación por mar sea insegura, podrán Adquisición de Publicacionesse provisiones en España para llevarlas a Gibraltar por tierra.

: No habitarán en Gibraltar judíos ni moros.

: No podrán entrar en el puerto navíos de guerra de los moros.

: Se permitirá la práctica de la religión católica.

: En caso de venta o enajenación de la ciudad, España tendrá la primera opción.

 

En trama, la zona cedida a Gran Bretaña en el Tratado de Utrech.

La primera disposición fue violada desde el momento de la firma por Gran Bretaña, que se apropió mucho más de los allí cedido. Es conocido el caso de las tierras del istmo, de cuya ocupación abusiva se ha hablado en todos los tonos. Pero sorprende que desde posiciones españolas no se advierta casi nunca que la extralimitación británica es muchísimo mayor. No deberían pasar a poder de los ingleses según lo convenido en Utrecht, por estar claramente extramuros, toda la parte meridional del Peñón, al sur de la Muralla de Carlos V, ni tampoco la escarpada costa oriental con la Caleta o Bahía de los Catalanes. Que la jurisdicción de la plaza cedida no ha de ir más allá de sus muros es una condición explícita en la expresión “sin jurisdicción territorial”. (La tesis de Castiella según la cual esa expresión se traduciría “sin soberanía” es insostenible y ha sido abandonada por sus sucesores: basta observar que el artículo 11 del mismo tratado no contiene tal expresión cuando se trata de la cesión de la isla de Menorca. Ambas cesiones fueron cualitativamente iguales en lo jurídico, pero hubo una diferencia cuantitativa: una plaza fuerte sin campo contiguo en un caso, toda la isla en otro caso.)

En suma: esa primera disposición, interpretada literalmente, no puede aplicarse a mucho más de una quinta parte del Gibraltar actual. Y es que no se quiere ver que el artículo se redactó en Utrecht sin tener absolutamente en cuenta la topografía del lugar, tal vez por personas que nunca habían visto el Peñón ni disponían de mapas buenos ni malos. Ni una mención de la Roca, del istmo o de un topónimo menor orientador. Se diría que los negociadores de Utrecht imaginaban una típica ciudad costera, separada de la “región circunvecina” por un recinto amurallado más o menos semicircular.

Por supuesto que también España violó esta disposición. Lo hizo en 1727 y en 1779, cuando trató de recuperar por las armas lo que había “cedido” a perpetuidad. Y en buena lógica, si sostenemos que esta cesión perpetua está vigente, ¿cómo es que pedimos que el Peñón vuelva a España?

Las puertas en la muralla de Carlos V, límite sur de lo cedido en Utrech. Junto a la puerta que lleva el escudo de Carlos V, la abierta por los británicos.

La segunda disposición fue violada pronto, y cada vez con más continuidad y en mayor escala, sobre todo por ciudadanos españoles, aunque también británicos, de manera que había caído en desuso cuando Castiella entra en el gobierno. Los controles aduaneros que entonces y después se aplicaron y aún se aplican intermitentemente nada tienen que ver con la prohibición absoluta de 1713 respecto a la introducción de mercancías.

También la tercera disposición ha sido secularmente ignorada. No parece muy serio decir que el cierre de la frontera en el período 1969-1982 fue sencillamente la aplicación de una disposición de 1713 que por descuido había quedado en suspenso durante 256 años.

La cuarta disposición contiene una excepción según la cual se admite implícitamente la comunicación marítima (oficialmente prohibida o restringida por el Gobierno español en 1969-1982) y explícitamente la terrestre en ciertos casos. Es España la que ha infringido aquí lo convenido.

La quinta disposición no fue casi nunca cumplida, como es natural.

Sí lo fueron, en general, la sexta y la séptima.

La octava disposición fue violada, según Castiella, por el limitado grado de autonomía concedido por Gran Bretaña a los gibraltareños, y especialmente por el referéndum de 1967 que les dio la posibilidad de expresar su preferencia por la soberanía británica o española. (La palabra “autonomía” sólo empezó a utilizarse en las ofertas españolas a los gibraltareños en 1973, con López Bravo en Asuntos Exteriores.) Muy recientemente, marzo de 2001, el ministro Piqué ha aplicado de nuevo el criterio Castiella al protestar enfadado ante la perspectiva de una posible modificación de la constitución gibraltareña que reconozca el derecho de autodeterminación.

En resumen: de las ocho disposiciones en que hemos desmenuzado el manoseado artículo 10, sólo dos han sido y son bien observadas. Las otras seis son o han sido infringidas de manera flagrante, como reconoce la propia doctrina oficial española, cuando no son nuestras mismas autoridades las que las infringen.

Una vista poco conocida de la vertiente mediterranea del Peñón, no cedida por España según la interpretación literal del Tratado de Utrech.

¿Tiene sentido entonces hablar de la vigencia de lo acordado en Utrecht? ¿Nos damos cuenta de lo ridículo que es sostener tal vigencia, y pedir al mismo tiempo a Gran Bretaña su consenso para rescindir el Tratado?

¿No sería mucho más sencillo, y sobre todo mucho más conforme a la verdad, declarar unilateralmente que el Tratado de Utrecht no tiene más valor que el histórico, ya que hoy las partes interesadas no lo cumplen, y no hay una autoridad supranacional que pueda obligarlas a cumplirlo?

Veo la objeción: si el Gobierno de España hiciera eso, perdería el derecho a la primera opción en caso de retirada británica, y dejaría el camino expedito para la independencia de la pequeña colonia. Lo que está vigente del Tratado de Utrecht -podría argumentarse- es sólo la disposición sobre retrocesión a España en caso de desistimiento británico.

Reconozco que esta forma de argumentar tiene alguna base jurídica, aunque quizá habría que precisar que la disposición sobre primera opción de España es válida no tanto por haber sido acordada en Utrecht como por mutuo consenso de los gobiernos de nuestros días.

Llegados aquí, creo que hay que desmarcarse del análisis jurídico y plantearse otro tipo de preguntas.

¿Por qué ese empeño en obstaculizar la autodeterminación gibraltareña?

Para España y para los españoles, ¿es realmente un Gibraltar británico preferible a un Gibraltar gibraltareño?

El objetivo de un  Gibraltar desmilitarizado, sin duda preferible para todos, ¿no es más alcanzable dando mayor poder de decisión a los gibraltareños?

La alarma y el peligro que el asunto del submarino Tireless han llevado a Gibraltar y al Campo de Gibraltar, ¿podrían repetirse si se consumara la total retirada del ejército británico del Peñón, y si los gibraltareños tuvieran el control real de su puerto? 

Sinceramente: creo que ya es hora de dar por caducos los planteamientos jurídicos que un ministro de Franco, movido por un tipo de patriotismo que entonces parecía obligado, dio a la disputa sobre Gibraltar.

 

Gonzalo Arias

 

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