Portada

Presentación

Utrecht

La trilogía

Gibraltar gibraltareño

El Aeropuerto

Ecos

Voces

Cartas

Esta WEB

 

La trilogía Melilla, Ceuta, Gibraltar

 
Gonzalo Arias

 

Un trabajo parecido sobre este tema, con el título “Gibraltar, Melilla, Ceuta: invitación a la congruencia”, fue ofrecido al diario EL PAÍS en 1987. Se me dijo que el tema era interesante, pero su extensión  excesiva. “Si puede usted reducir el artículo a unos tres folios y medio, es probable que pueda ser publicado en EL PAIS”. Operada la reducción, no obtuve ya respuesta.

La versión que aquí ofrecemos se publicó en tres días sucesivos en EUROPA SUR, diario del Campo de Gibraltar, 15-17 de diciembre de 1994.

 

 

I – Un paralelismo que se pretende ignorar

 

El ex ministro Fernando Morán ha rememorado recientemente en El País la declaración relativa a Gibraltar firmada hace diez años en Bruselas por él mismo y el entonces titular del Foreign Office británico, sir Geoffrey Howe. Considera Morán que aquel texto “fue un avance notable en el camino de la resolución del contencioso”, incluso “uno de los más decisivos de la larguísima historia de nuestra reivindicación”, y explica desde las primera líneas de su largo artículo que la importancia de aquel instrumento estriba en que “el Gobierno británico aceptó tratar todos los temas referentes a Gibraltar, incluido expresamente el de la soberanía”.

Sea por puro azar, sea por una travesura del ajustador de páginas, el citado artículo iba flanqueado en El País por un suelto que recogía las reacciones marroquíes ante la disposición mostrada días antes por Felipe González para dialogar sobre Ceuta y Melilla y la rotundidad con que el ministro Solana declaró inmediatamente después que “no hay nada que negociar en lo que concierne a la soberanía española” sobre estas dos ciudades. Hay que estar muy ciego para no ver que la diplomacia marroquí, consciente o inconscientemente, adopta respecto a las plazas hispanoafricanas unas orientaciones y unos argumentos que parecen calcados de la diplomacia española respecto al Peñón, y tropieza con resistencias y reticencias españolas que se parecen como un huevo a otro a las resistencias y reticencias británicas frente a la reivindicación española. En uno y otro caso asistimos al juego de conjugar los verbos “hablar”, “tratar”, “dialogar”, “negociar” de, sobre, respecto a la soberanía, para marcar matices con los que se pretende contentar, en cada país, tanto a los partidarios de la firmeza como a los que apuestan por la flexibilidad.

 

El lastre españolista

Fernando Morán, político socialista de cuya sincera opción por la democracia y la libertad no es lícito dudar, y que ha conservado un crédito de honradez, ecuanimidad, congruencia e inteligencia que para sí quisieran algunos de los que trataron de desacreditarle con bromas de gusto dudoso, arrastra sin embargo en la cuestión de Gibraltar el lastre de un tipo de nacionalismo españolista del que todavía no sabe librarse casi ningún político, incluidos los que dicen estar más a la izquierda que él. Es lástima. Somos muchos los que creemos que, en este asunto, tanto el pueblo llano como numerosos intelectuales y pensadores tienen más sensibilidad que los políticos para el espíritu de los tiempos.

Es cierto que los políticos de la democracia han rectificado algunos de los errores garrafales del franquismo respecto a Gibraltar. Se ha abierto la frontera (con restricciones), se ha abandonado el lenguaje injurioso frente a los yanitos, se ha aceptado la presencia de sus representantes entre los negociadores (o dialogantes) británicos e incluso se habla -como lo hace Morán- de aceptar “la situación cultural, social, de nacionalidad de los habitantes”. Pero está claro que esta pretendida generosidad no parece suficiente a los gibraltareños, quienes lo que no quieren es perder el control, de su territorio, aunque se les dore la píldora en forma de “condominio” durante un período de transición. ¿Tan difícil es esto de comprender? Pues quienes no lo comprendan deberían pensar en la respuesta que darían los habitantes de Ceuta y Melilla a una similar propuesta de condominio hispanomarroquí sobre sus ciudades como preparación para el traspaso cabal de soberanía.

 

Lo que diferencia, lo que separa

Por supuesto que hay notables diferencias demográficas, culturales, geográficas, históricas, políticas y otras que hacen que los tres enclaves no sean totalmente homologables, como los hay también, aunque menores, entre el caso de Ceuta y el de Melilla. Gibraltar es un crisol en el que se han fundido pobladores de diversos orígenes, mientras que las poblaciones de las otras dos ciudades son homogéneamente españolas, salvo la adición de una fuerte minoría de origen marroquí que no se mezcla con la mayoría. La presencia  constante de la lengua española en Gibraltar junto a la inglesa contrasta con la nula presencia de las lenguas africanas en el sector mayoritario de las plazas hispanoafricanas. Por su estilo de vida, sus costumbres, su cultura y su religión, los gibraltareños están mucho más cerca de los españoles que los ceutíes y melillenses de los marroquíes. Ceutíes y melillenses son y se sienten españoles por la sangre, mientras que la opción británica de los yanitos tiene más bien bases políticas, históricas y sociales. En cuanto a los respectivos territorios, las fronteras ceutíes y melillenses se dilataron extraordinariamente el pasado siglo, cosa que no ocurrió en Gibraltar aunque algunos propagandistas españoles hayan pretendido otra cosa con una interpretación discutible de los hechos históricos. (De hecho, hubo una progresión cualitativa en la ocupación británica de la tierra llana al pie del Peñón, que de deshabitada y “neutral” en el sentido de “desmilitarizada” fue pasando a contener construcciones, el cementerio, cuarteles, el aeropuerto y viviendas; pero no una progresión cuantitativa, ya que el propio límite fronterizo permaneció prácticamente estacionario desde 1713.)

Hay que reconocer también la diferencia -cuya importancia capital se complacen en subrayar muchos de nuestros apologetas- que se refiere a los mejores títulos históricos españoles sobre Ceuta y Melilla (o al menos sobre los núcleos originales de sus territorios) en comparación con la acción bélica que dio origen a la presencia británica en el Peñón. Ceuta, que ya era secularmente portuguesa en 1640, optó voluntariamente por permanecer fiel a la corona española cuando en esa fecha los portugueses se rebelaron contra Felipe IV. Melilla, se dice, estaba abandonada en una zona disputada entre los reinos de Fez y Tremecén cuando en 1497 fue ocupada por iniciativa del Duque de Medina Sidonia.

Todas estas diferencias pueden jugar un papel en el pleito político, y no siempre en el sentido que desearían quienes las esgrimen como argumentos en favor de una tesis determinada, como veremos en un próximo artículo. Pero en mi opinión no deben hacer olvidar el paralelismo profundo de las situaciones, al que he querido referirme con la palabra “trilogía”. Una trilogía, dice el diccionario, es un “conjunto de tres obras dramáticas que tienen entre sí enlace histórico o unidad de pensamiento”. Estamos escribiendo entre todos tres obras, que lógicamente deberían tener también una unidad de desenlace. Y a veces nos estremece el pensamiento de que algo de tragedia griega puede haber en efecto en estas tres historias, por la obstinación con que ciertos protagonistas -se supone que animados de nobles intenciones- acumulan gestos que van a labrar su propia desdicha, pese a las voces de alerta de quienes desean salvarlos y ante el asombro impotente de los espectadores. Pero no caigamos en el fatalismo. El desenlace no tiene por qué ser trágico.

 

II – Las fronteras

 

Decía en mi anterior artículo que los argumentos manejados en los pleitos paralelos de las tres ciudades mediterráneas no siempre obran en el sentido deseado por quienes los esgrimen. El apasionamiento nacionalista, los prejuicios y la pereza mental hacen a menudo que demos por buenas sin someterlas a la criba de nuestra razón algunas afirmaciones que se transmiten de autor en autor sencillamente porque nos parece que llevan el agua a nuestro molino. Pero cuando se trata de datos históricos comprobables, su manejo partidista, su ocultación o su presentación desfigurada son peligrosos -cuando no inmorales-, pues pueden volverse contra nosotros. Eso ocurre con los aspectos territoriales de nuestros contenciosos, y a ambos lados del mar, como vamos a ver.

Un ejemplo de ocultación tendenciosa es lo que suele ocurrir con las fronteras de Ceuta y Melilla.

 

Los datos sobre Ceuta y Melilla

En el tomo II del Atlas de España de Aguilar publicado recientemente en fascículos por El País se incluyeron una serie de interesantes planos de las ciudades españolas con indicación de las etapas históricas de su crecimiento. Al llegar a Ceuta y Melilla, sin embargo, se las despachó con un par de fotos y algunos datos estadísticos, pero sin plano alguno, ni histórico ni actual. ¿Por qué? También es difícil encontrar en las publicaciones oficiales, incluidos los simples folletos de turismo, planos completos de las fronteras de estas ciudades. Uno no puede por menos de pensar que aquí hay gato encerrado.

Cuando dije que, en comparación con los títulos británicos sobre Gibraltar, podrían ser mejores los títulos históricos españoles sobre Ceuta y Melilla, añadí la restricción: o al menos sobre los núcleos originales de sus territorios. La restricción es tan importante que no sólo anula el argumento de los historiadores nacionalistas, sino que incluso se vuelve contra ellos. En efecto: ¿de qué sirve lavar el pecado original de agresión colonialista al 20 y al 5 por ciento respectivamente de los territorios ceutí y melillense, si a continuación hemos de reconocer que el 80 y el 95 por ciento restantes están manchados de ese pecado?

No faltará quien me tache de antipatriota por recordar estas cosas que muchos quisieran borrar u ocultar. Acepto el riesgo, pero quisiera afirmar con fuerza mi convicción de que un recto patriotismo no puede basarse en la ocultación ni en la mentira. Sólo rindiendo homenaje a la verdad podremos forjar un futuro de concordia.

Y la verdad es que la mayor parte, con mucho, de los territorios que hoy tienen Ceuta y Melilla (alrededor del 80 por ciento en el primer caso y más del 95 por ciento en el segundo) fueron arrebatados a Marruecos por la fuerza de las armas el pasado siglo mediante guerras típicamente coloniales, hasta llegar a las fronteras actuales, consagradas esencialmente tras la batalla de Wad-Ras (1860). No es, pues, el argumento de los títulos históricos el que nos puede valer para afirmar la españolidad de estas dos plazas.

Por fortuna puedo ofrecer a los lectores una prueba del aludido ensanchamiento de las fronteras españolas en África. Los planos que ilustran este artículo, bastante elocuentes para ahorrarnos más comentarios, están tomados de la obra de José Mª Cordero Torres Fronteras Hispánicas, editada por el Instituto de Estudios Políticos en 1960.

 

Los hechos en Gibraltar

Si pasamos ahora a la frontera de Gibraltar, encontraremos un parecido desconocimiento o presentación sesgada de hechos históricos por uno y otro lado, en un esfuerzo de cada cual por favorecer la que cree su causa.

Está ante todo la idea generalmente admitida de la vigencia del artículo X del Tratado de Utrecht de 1713, tesis defendida por el ministro Castiella en tiempos de Franco y acogida con complacencia por los ingleses. Castiella y su equipo querían subrayar así que la zona del istmo nunca había sido cedida, y los diplomáticos británicos se aferraron a Utrecht para dar una base jurídica, aunque fuese mínima, a su soberanía sobre el Peñón. Pero esta interpretación forzada de un documento histórico puede volverse contra los unos y contra los otros.

Contra los ingleses primero, y en mucho mayor medida de lo que se suele decir. Si en Utrecht se cedió únicamente “la ciudad y castillo de Gibraltar, juntamente con su puerto y las defensas y fortalezas que le pertenecen”, es evidente que no se cedió la zona del istmo en donde está hoy el aeropuerto; pero no menos evidente, aunque nadie hable de ello, es que no se cedió tampoco la extensa zona situada al sur de la Muralla de Carlos V, ni toda la vertiente mediterránea del Peñón, tierras situadas extramuros de la ciudad y en las que no había en 1713 defensas o fortalezas pertenecientes a ella.

Contra los españoles también: porque la idea misma de que la “extralimitación” inglesa respecto a Utrecht se extiende también a toda la mitad sur del Peñón, a la Caleta, etc., que por lo tanto serían hoy jurídicamente españolas, es tan insólita, que viene a ser una reductio ad absurdum  que invalida el argumento de la vigencia de lo firmado tantos años atrás en la ciudad holandesa.

Lo mismo cabe decir del argumento que a veces se oye de que en Utrecht no se cedieron aguas territoriales, siendo por lo tanto españolas todas las aguas que circundan al Peñón, excepto las del puerto primitivo. De hecho, las autoridades españolas han admitido siempre el control británico sobre una buena parte de tales aguas, así como del espacio aéreo correspondiente, definido con precisión en el Libro Rojo  de Castiella (1968).

Es sorprendente, en verdad, que tanto España como el Reino Unido coincidan en afirmar la vigencia de un tratado que a lo largo de los siglos, y casi desde el momento de su firma, ha sido violado reiteradamente en casi todas sus disposiciones por ambas partes. ¿No sería más fácil, más realista y más conforme a la verdad decir que Gibraltar ha pasado a ser británico por la ley del más fuerte, la misma ley que ha hecho la mayoría de los cambios de fronteras en la historia?

Pero atención: el reconocimiento de este hecho histórico no quiere decir que nosotros, ciudadanos de una época que pretende afirmar como valores universales la democracia y los derechos humanos, debamos seguir acatando la ley del más fuerte, ni tratando de imponerla si ella nos favorece. Tampoco esa ley debería estar hoy vigente. Hay otros medios de resolver los conflictos. A ello me referiré en el último artículo de esta serie.

 

III – Oteando el futuro

 

Un escenario complaciente

Pueden concebirse varios “escenarios” para el futuro de Melilla, Ceuta y Gibraltar. El que nuestros políticos se complacen en imaginar es al parecer la prolongación indefinida de la soberanía española en las dos primeras ciudades y la recuperación de la tercera por decisión de un gobierno británico dispuesto a reparar viejos o no tan viejos agravios, sea por propio y generoso impulso, sea cediendo a unas represalias hostigadoras en la frontera que, a decir verdad, no parecen muy propiciatorias de arreglos pacíficos. Cualquiera que sea la verosimilitud de tal escenario -no mucha, a mi juicio-, hay que preguntarse si de esta manera se resolverían los problemas o si, por el contrario, se crearían otros mayores. Poca imaginación muestran nuestros patriotas reivindicacionistas al no pensar en el foco ulceroso que constituiría en el tejido nacional un Gibraltar reintegrado a España contra los deseos de sus habitantes, al no tener en cuenta la previsible degradación de la seguridad ciudadana, de la economía y de la convivencia en el Peñón y su entorno y, sobre todo, al cerrar los ojos al lógico efecto bumerán sobre Ceuta y Melilla. Un Gibraltar español actuaría como poderoso revulsivo sobre el nacionalismo marroquí y sería en definitiva una sentencia de muerte a la españolidad de Ceuta y Melilla.

 

Una hipótesis belicista

Otro escenario temible, y lamentablemente no inverosímil a plazo largo o medio, sería uno en que la alteración del status quo viniese de Marruecos. Que triunfe el islamismo integrista en el país vecino, con o sin derrocamiento de la monarquía, y las armas marroquíes -esas que ahora vende España- se volverán contra los enclaves españoles. Y es sabido -cualquier militar lo confirmará- que Ceuta y Melilla son militarmente indefendibles, a no ser que se quiera hacer una guerra por todo lo alto con bombardeos destructores de Rabat, Fez, etc. Lo previsible en este caso si continúa la actual política del avestruz es, por lo tanto, la desbandada, la claudicación ante la violencia, la vergüenza nacional, el ridículo por haber alimentado el reivindicacionismo ajeno y no haber satisfecho el propio, las acusaciones y reproches de todos contra todos... ¡Desdichado el gobierno al que le toque ese trance, aunque no sea más culpable de ceguera que los anteriores! Magro consuelo será que los historiadores digan el día de mañana que hubo antes de la catástrofe algunas voces previsoras que no fueron escuchadas.

 

La corriente abandonista

También cabe imaginar, aunque parezca poco probable, una cesión española progresiva, pactada y pacífica de las funciones de soberanía sobre Ceuta y Melilla. Hay que admitir que tanto entre los ciudadanos españoles en general como entre los políticos existe una corriente de pensamiento abandonista. Según este escenario, sería esa corriente la que llegase a definir la política nacional frente a las demandas marroquíes. Siempre sería más digna tal política que una de fanfarronería rematada con una catástrofe. Pero su viabilidad en un marco pacífico tropezaría, como en el escenario primeramente evocado respecto a Gibraltar, con la segura oposición de los habitantes de las correspondientes ciudades.

 

Una alternativa más luminosa

¿No habrá entonces ningún escenario más luminoso, más deseable? Por supuesto que lo hay, y su visión anticipadora es el objetivo con el que quisiéramos concluir nuestras reflexiones.

Más de una vez he dicho que todo proceso de conciliación requiere que cada una de las partes en la disputa, en lugar de anclarse en la denuncia obstinada y reiterativa de los agravios recibidos de la parte contraria, empiece por reconocer sus propios yerros o entuertos: los marroquíes los suyos, los ingleses los suyos, los españoles los suyos. Soy español, y por eso no quiero referirme ahora a los entuertos que los otros deberían reconocer, sino sugerir los pasos de acercamiento que España podría dar.

Ante todo, reconocer que en nuestro tiempo no es de recibo el “patriotismo territorial”, que pone la que llamaríamos “redondez” del territorio (integridad dicen ellos) por encima de los intereses, deseos y sentimientos de las poblaciones. Son las poblaciones, mucho más que las tierras, las que constituyen una patria. Es el principio democrático el criterio principal que ha de guiarnos hacia la solución de los conflictos de soberanía. Esto significa que es un agravio negar a los gibraltareños voz y voto en las negociaciones sobre su futuro. Significa, incluso, que el primer e imprescindible paso español de acercamiento debe ser una declaración solemne de renuncia a imponer la soberanía española en Gibraltar mientras sus habitantes no la deseen. Tal declaración facilitaría muchas cosas, y por carambola nos daría una buena base negociadora ante Marruecos.

Frente a nuestro vecino del sur, el agravio en que hemos incurrido hasta ahora es el de negarnos a hablar de lo que ellos quieren (poco importa que a ese hablar se le llame “reflexionar juntos”, “negociar”, “dialogar”...). Hablemos de soberanía, ¿por qué no?, del mismo modo que los gobernantes británicos tuvieron un día el valor de hablar de soberanía sobre Gibraltar, aunque ello alarmase a los gibraltareños. Hablemos, aunque sólo sea para proclamar nuestra convicción de que no sería justo decidir algo entre Madrid y Rabat pasando por alto los sentimientos y deseos de las poblaciones interesadas.

También debemos reconocer el agravio, todavía no remediado aunque se hayan adoptado algunas medidas positivas en ese sentido, del trato discriminatorio dado a los pobladores musulmanes de Ceuta y Melilla. No ya por justicia, sino por interés propio deberíamos fomentar con decisión una política social y cultural que haga sentirse a estos sectores de las poblaciones africanas (que por la tendencia demográfica llegarán un día a ser mayoritarios) plenamente a gusto bajo el pabellón español. Una auténtica política de acercamiento y convivencia interracial e intercultural sería el mejor antídoto frente al peligro antes evocado de que un día se despierte un integrismo islámico en Marruecos.

 

Abiertos al futuro

¿Estoy con estas sugerencias proponiendo unas políticas cuyo objetivo último sería el mantenimiento del régimen y de la soberanía actuales en las tres ciudades de que hablamos? No quisiera que se me entendiese así. Creo que un político realista y hábil es el que deja siempre ventanas abiertas hacia el futuro, y no el que se obstina en considerar inmutables tales o cuales esquemas jurídicos o políticos.

El principio esencial, insisto, es el democrático. Pero las poblaciones (su voluntad, sus intereses, sus sentimientos) son por naturaleza un ente en devenir, no un factor que quede anquilosado en la historia. A los diplomáticos, a los juristas y a los políticos de los tres países y de las tres ciudades de que tratamos incumbiría la misión de encontrar fórmulas para que se exprese periódicamente el sentir democrático. España no debe ni puede entregar a ceutíes y melillenses a una soberanía que ellos no desean; pero sí podría conceder al Gobierno marroquí el derecho a formular a ceutíes y melillenses cada diez, cada veinte o cada treinta años, por vía de referéndum, una pregunta sobre su españolidad o marroquinidad, o de presentarles una propuesta de reforma del estatuto de sus ciudades.

Parecido arreglo, mutatis mutandis, podría dejar abierto el futuro de Gibraltar. Los patriotas añorantes de la integridad territorial podrían así poner su empeño en conseguirla mediante un esfuerzo de concordia y acercamiento, y no intercambiando acusaciones e improperios.

 

Portada

Presentación

Utrecht

La trilogía

Gibraltar gibraltareño

El Aeropuerto

Ecos

Voces

Cartas

Esta WEB