Portada del MANIFIESTO de la 7ª marcha internacional noviolenta por la desmilitarización, llevada a cabo en Andalucía, tuvo su sede en La Línea. Gracias al esfuerzo y dedicación de Gonzalo y toda su familia, que durante casi tres meses estuvieron dedicados íntegramente a esta causa, contando con el apoyo de objetores, antimilitarista y noviolentos andaluces así como de otros lugares del territorio español.

 

Decía el manifiesto:

“ Desde 1975, grupos antimilitaristas, socialistas, libertarios, pacifistas y feministas organizan marchas noviolentas internacionales para la desmilitarización. Este año la Marcha tendrá lugar en Andalucía...”

“Invitamos a todos los que se comprometen por la paz y la justicia social en nuestros países a apoyar y participar en esta 7ª Marcha Internacional. No vamos a esperar los acuerdos de nuestros gobiernos, porque pensamos que esta estrategia de desarme ya fracasó, y tomamos la desmilitarización en nuestras manos”.

“Entre otros objetivos, en nuestra marcha tendrás la oportunidad de vivir los principios de una sociedad noviolenta como alternativa a los sistemas sociales actuales”

“Del 5 al 19 de agosto queremos construir un poblado antimilitarista de tiendas de campaña. Allí queremos vivir, amar, comer, dormir y planificar  nuestras acciones.  Aceptaremos la estrategia noviolenta y cada uno contribuirá con sus ideas a la preparación común de las acciones: teatro en al calle, manifestaciones, actos públicos, así como algunas acciones directas noviolentas”

Cuadro de texto: Recepción del campamento de la 7ª Marcha

Recuerdos de Gonzalo,

“La Jaula Dorada”.

 

                 Paris, la Unesco, Todo era nuevo para mi, hasta la lengua francesa. Adiós a mi madre, adiós a mi hermana, adiós al país que fue, cuando salí de Alemania en plena guerra, mi país adoptivo, mi país, al que yo había cogido cariño, donde murió mi padre. De nuevo el desarraigo, como había dicho, a una vida nueva:

             Pero, éramos dos, no estaría sola.

             Encontramos un pisito, en la calle Michel Bizot, un tercer piso, amueblado, cuyas ventanas estaban orientadas hacia el sol, a un campo sin casas, aunque pasaba por allí un  pequeño ferrocarril, no muy a menudo.

             Gonzalo se lanzó con mucho ahínco a su primer trabajo en el extranjero. No venía a casa para comer. Así tenía un tiempo libre después de las comidas, para hacer su “hobby”, la historia. El “historímetro” y pronto serían las “Calzadas Romanas”. Volvía tarde. Ya había llegado ahí en espera del primer hijo. Por las mañanas, al salir a la compra, me apuntaba antes, el nombre de las cosas que iba a comprar. Si no, señalaba una cosa y decía: “Sa”. Preparaba la cena para cuando volvería Gonzalo.

             Pasamos en París nuestras primeras Navidades. Compramos un arbolito chiquitín que adorné yo. Me daba cuenta que a Gonzalo le daba igual, poner árbol o no. Me entristecía un poco. En Francia se comen por Navidad las famosas Ostras. Quisimos probar hacer igual y tuve un cólico tremendo.

             Después de Navidad ya empezamos a hablar del nacimiento del primer hijo. Gonzalo quería que yo supiera entender al médico. Por eso buscó desde los conocidos de la Unesco a un médico latinoamericano que tenía una pequeña clínica en el barrio de Neuilly. El 26 de enero ya nos fuimos para ahí. Dos días me tiré con contracciones; por lo menos podía hablar con la enfermera en español. Gonzalo iba y se marchaba. Finalmente decidió el médico trasladarme a otra clínica, donde tenían aparatos por si hubiera que hacer una cesárea. Me llevó vestida en bata, en su propio coche. Yo oí como Gonzalo le preguntaba si debería llamar a un cura. Pensaba que me iba a morir. A mi ya me daba todo igual. En la otra clínica todo fue rápido. Nació nuestra primea hija Irene. ¡Qué bien que ya no estaba todo el día sola! Irene me acompañaba a la compra, la subía en brazos hasta el tercer piso. La ponía en su cunita cerca de la ventana abierta a tomar el sol desnudita y se me criaba de maravilla.

Gonzalo remando en uno de los viajes a Gibraltar.

             Se acercó el verano y ya esperaba a nuestra segunda hijita.

             Gonzalo se compró su primer coche, una “Dauphine”, con ese coche iríamos a España a Zarauz, donde veraneaban los abuelitos, para que conozcan a su primera nieta. Por el camino se anunciaban mucho los “fruits de mer”, vamos a probarlos. Qué pena, otra vez un cólico por el camino. Fueron también mi madre y mi hermana a Zarauz. Así toda la familia estuvo entera, qué ilusión ¡Me volvía a encontrar en MI país!

             Al volver a París ya se hacía notar nuestra segunda hija. Como me sentía mal, Gonzalo me preguntaba: “¿Te arrepientes?” “No, decía yo, ¡en ningún momento!”

             Sonia nació en una clínica más cercana a nuestro piso. Ya sabía yo defenderme un poco en francés. Fuimos a la clínica de madrugada del 8 de abril 1958 y Gonzalo se fue a recoger a mi madre a la estación con la pequeña Irene. Esta segunda hijita tenía más prisa por venir a este mundo. Cuando Gonzalo y la suegra asomaron las caras por la puerta, ya vieron la cunita con la pelirrojita Sonia.

             Sonia tenía algo delicado su estómago. Cuando le daba de mamar de repente se apartaba del pecho y echaba bien lejos como de una fuente un chorro de leche. En seguida dijeron las enfermeras: “No soporta su leche, hay que darle el biberón.” Eso no quería yo, ¡yo quería amamantar a todos mis hijos! Salimos antes de la clínica y llamamos a nuestro médico, antes de que Sonia se acostumbrara al biberón. Dijo que de ninguna manera mi leche no valía, lo que pasaba era que tenía la pequeña un estómago pequeño y en cuanto se llenaba lo expulsaba. Habría que darle muy a menudo que mamar y solamente durante 5 minutos, hasta que se hiciera su estomaguito más grande. Así es que mi pequeña Sonia tendría que dormir a mi lado por la noche para darle el pecho cada dos horas., hasta que poco a poco se fue ensanchando su estomaguito y la pudimos llevar a la habitación de su hermana Irene.

             Irene, que sólo tenía 14 meses cuando nació Sonia, tuvo que espabilarse para bajar las escaleras los tres pisos, mientras yo llevaba a Sonia en brazos. Al subir lo mismo. Como ya sabía andar a los 10 meses, eso le gustaba. Encima del cochecito de niños, que nos esperaba abajo, tenía Irene un asiento especial para cuando las llevaba de paseo, o haciendo compras.

             Cuando llegaba su padre, ellas ya dormían y por la mañanita todavía dormían. Gonzalo cogía el metro para ir al trabajo.

           En el pisito había un salón-comedor pequeño y en un rincón se arregló Gonzalo su mesita de trabajo para las noches y fines de semana. Cuando hacía bueno me costaba unas lagrimitas para convencer a mi querido marido de que los fines de semana eran para la familia y no para un trabajo suplementario pero... por fin lo aceptó. Vivíamos cerca de un parque-bosque, “La forét de Vincenne”, preciosa, con un lago, patitos, césped. Hasta comíamos ahí. Los lunes ya soñaba yo pensando en el próximo domingo.

           Pero, estaba ahí la misa que nos llamaba cada domingo. Antes no podíamos salir con las niñas de paseo. Y..., según Gonzalo, teníamos que ir juntos, él y yo. Yo metía antes a nuestras dos niñitas en un gran parque cuadrado de madera, ponía cojines por si se dormían y juguetitos, hasta alguna miguita de pan por fuera de los barrotes, por si les entraba hambre. Pero mi corazón no estaba tranquilo. Mis conocimientos del francés todavía no eran grandes para entender la homilía. Entonces mis pensamientos se iban a nuestra casa, a la habitación con las dos niñitas, a los juguetes que les había metido, ¿No habría alguno pequeñito entre ellos que se les quedaría atragantado? La misa era para mi un suplicio. A la salida le decía a Gonzalo: “Sabes, si Dios es tan bueno, como dices, le gustaría mucho más que yo me quedara con mis dos bebés en casa, mientras tú irías a misa.” El no contestaba y el siguiente domingo pasaba lo mismo. Sólo años después lo comprendió, junto con otros aspectos de la religión que yo me atrevía cuestionar. Hasta decía que yo le iba catequizando a él. ¡¡¡Menos mal que no era violento y no había riñas por esos motivos!!!

Un nuevo salto de la verja, esta vez con bastante expectación.

             Ya no se quedaba tanto tiempo por las noches en la “Unesco”, como se había preparado un rinconcito como su estudio en el salón para trabajar en sus “hobbys” y a mi me gustaba más tenerlo cerca. A veces contaba cómo sus compañeros de trabajo ya llevaban trabajando años y años para conseguir una casita de verano al lado de la playa y luego otra en la montaña para que sus hijos pudiesen esquiar en invierno y que... nada de tener muchos hijos, ¡¡eso les ataría demasiado!!... Que la “Unesco” para él era una jaula, ¡una “Jaula Dorada”! ¿Ya no estás contento? le pregunté. “Tengo miedo de aburguesarme”, me dijo. “Yo no puedo seguir viviendo, seguir trabajando así, ¡eso es inhumano!” “Si, gano mucho dinero, pero, ¿mi trabajo para qué sirve?” “¿quién lee mis documentos traducidos al español, a quién le interesan?”... Yo no sabía qué contestarle, cómo tranquilizarle... Pobre Gonzalo, pobres de nosotros, ¡con la ilusión con que habíamos venido!  Muchas noches no podíamos dormir. ¿Qué hacer? Una tarde volvió más contento: “¿Sabes, lo que voy hacer? Voy a pedir unas vacaciones por un año” “¿Tan largas?” pregunté. “Si, pero sin sueldo. Y, en ese tiempo convalidaré mis estudios de derecho para los de un maestro. Quisiera ser maestro, ¡eso es mucho más urgente que trabajar en la “Jaula Dorada”! En cuanto me den las vacaciones por un año volveremos a España y yo seré maestro en un pueblecito en los Pirineos, ¿te parece?”

“¡Qué bonito!, dije yo, ¡volver a España!” “A un Pueblo, ¡no a una ciudad tan grande!

Mientras esperábamos a que le den las vacaciones pedidas se anunciaba nuestro tercer hijo. “Qué importa,”, dije yo, “¡así nacerá en España!” Era ya el mes de junio y a últimos de este mes tendría que nacer nuestro tercer hijo. Ahora nos pertenecían las vacaciones anuales, las del año sabático ya las pediré a continuación, dijo Gonzalo. Todo lo tenía bien pensado a su manera. Me dejó con las dos pequeñas y mi vientre abultado en el avión hacia Madrid, donde me recogerían los abuelos y él se fue en coche con nuestro equipaje más necesario y las dos cunas. Llegué a casa de mi madre a esperar a Gonzalo. Sentía que ella no estaba muy encantada pero en cambio a mi hermana pequeña le encantó y me servía de niñera... Gonzalo debería haber puesto alas al coche porque no tardó nada en llegar. Yo me decía: “Mi Gonzalo me asusta con sus decisiones pero luego pone tanto ahínco de su parte que todo al fin sale bien”. Ya tenía planes para seguir: “Lo mejor es buscar una casita de veraneo en la Sierra, así estaremos cerca de los abuelos. Su hermana Pili tuvo la idea de buscar primero en Hoyo de Manzanares, para estar más próximo a Madrid y se brindó para ayudarle en la búsqueda. A mi me hubiera gustado ir con ellos para decidir pero me daba cuenta, que no podía darle a nadie el cuidado de mis hijitas Irene de dos añitos y mi Sonia de uno, así es que me quedé con mi madre confiando, como siempre, en mi Gonzalo. E hice bien. Volvieron encantados: Una casita cerca a las rocas con jardín rústico. La casa tenía cuatro dormitorios, un salón, baño y cocina, toda amueblada. “Para algo sirve la Jaula Dorada” dijo radiante. Se le notaba que quería lo mejor para su familia. Nos mudamos rápido. La pequeña Irene nada más llegar ya corría por el jardín que en realidad era un trozo de naturaleza con rocas y todo. Y a Sonia, que estaba muerta de sueño, le colgó Gonzalo una hamaca entre dos árboles y ahí se durmió. Se presentó la Señora Paca, la dueña, para ofrecerse en buscar a una chica del pueblo como mi ayuda. Por la noche, en mi cama, yo comparaba el pisito de París con este trozo de naturaleza lleno de sol y luz y me salían las lágrimas Gonzalo me preguntó: “¿Por qué lloras?” Yo le contesto: “De emoción, mi vida”. Lo único que me preocupa es el nacimiento de nuestro tercer hijo: sin hospital, sin médico, solo con la comadrona del pueblo. “Tu sabes que tenemos el factor RH encontrado, que hay un riesgo en el momento del nacimiento”. Eso nunca lo quiso comprender, que en Francia le daban tanta importancia a ese factor RH dichoso ¡Cómo se notaba que no tenía idea de medicina! “Si en todo el mundo nacen niños hasta en el campo, ¿por qué no vas a ser tú la que para de manera natural?” Ya no dije nada pero la preocupación seguía. Pasaron los días, la pequeña Sonia aprendió a andar ella sola en presencia del abuelito y Gonzalo estaba inquieto. Para él se terminaban las vacaciones de verano, él tendría que estar en la Unesco el primero de Julio. Me tuvo que dejar sola con las dos abuelas en casa. Vino la comadrona y dijo que estaba a punto. Volvió dos días más y ya se quedó. Se hizo la noche y me acosté. Ella miró la habitación y vio que solo tenía una bombilla de baja luz en el techo. Dijo: “Me voy un momento por una linterna, que esto es insuficiente.” Volvió y ya estábamos en plena faena las dos abuelas y yo. De lo demás ya no me acuerdo mucho, solo sé que decía: “no sale la placenta, tengo que llamar al médico”. Menos mal que había teléfono en casa ¡Era otra niña! Una muy  gordita, que gritaba a todo pulmón. Me cambié de cama y vino el médico del pueblo. Era un hombre muy resoluto. “La placenta tiene que salir”, dijo, tengo que hacerle un masaje de vientre”. Casi se monta encima de mí apretujando mi vientre dolorido y yo gritando: “No, ya no más, por favor, ya nooo”. Al nacer Ana, así la íbamos a llamar, no grité para nada y ahora, ¡qué daño me hacía! ¡¡Por fin!! me quedé exhausta. “Abríguenla y déjenla descansar” y se fue. El abuelo se fue al pueblo al día siguiente y puso un telegrama para París: “Anita nació a las 10 de la noche el día 3 de julio.” Yo hubiera elegido un nombre más original, Anas había tantas... Pero Gonzalo insistía que sus hijos tuvieran nombres que se pudiesen pronunciar en todas lenguas para no tener que deletrear. El día siguiente, el día 4, sonó el teléfono tempranito. Como nadie acudía a él salté de la cama y me puse yo. Era Gonzalo. Se extrañó mucho que yo cogiera el teléfono y dijo: “Lo ves, ¡como todo ha ido bien!” “Sí, pero la placenta, en pleno campo no hubiera salido y yo me hubiera muerto”, dije.

Ana era muy hambrona, quería mamar dos o tres veces por la noche. Si no la cogía enseguida entraba una de las abuelas a recordarme que lloraba la niña. Pesaba cuatro kilos, cuando la llevaron a la farmacia a pesar. En seguida hice vida

Nº 184ENERO - 2009