Nº 184ENERO - 2009

             Otra anécdota puedo contar con la misa: Fuimos un domingo Gonzalo y yo de excursión. Llegó el momento de la misa, tocaban las campanas en el pueblecito. Me preguntó Gonzalo si le quería acompañar. Como ya había empezado mi catequesis con el Padre Deuringer dije que sí. Estaba la iglesia llena. Nos quedamos de pié atrás. De repente se nos acerca un monaguillo y susurra: “La señorita tiene que salir de la iglesia porque no lleva medias”. “¿Cómo sabes tú que no lleva medias?” “Porque tiene pantalones.” Salió Gonzalo conmigo pero me dijo que esperaría a que saliera el cura porque iba a hablar con él. Nos sentamos en un murete a esperar. Le dije a Gonzalo que no me quedaría presente en ese momento porque me encontraba muy violenta. Por fin, después de mucho tiempo, salió y Gonzalo pidió poder hablar con él. Yo me alejé.

           Para mis adentros yo pensaba: “¡En qué líos te has metido por aceptar de cristianizarte con lo fácil que es procurar ser buena persona, no hacer mal a nadie, sin tanta historia de misas, de catequesis, de dogmas!”... Pero la vida siguió adelante. Ahora recuerdo en qué pueblo había pasado este lamentable suceso: San Martín de Valdeiglesias.

             Naturalmente comentábamos esto juntos y a Gonzalo le daba vergüenza de admitir que eso no era acto de fe.

             En mis clases de religión con el cura alemán yo le expresaba todas mis dudas. El las comprendía y me daba, para leer en casa, varios libros sobre la historia de las religiones. Veía que todas las religiones tenían en común al mismo Dios, aunque sus dogmas eran diferentes y ninguna me atraía... pero..., ¡¡¡yo quería a Gonzalo!!!

             Cuando hablábamos de las dificultades que tenía en aceptar los inconvenientes, él me decía: “Si no eres capaz de aceptarlos, no te preocupes, si nos queremos casar, pediremos un permiso al Papa”. Y, si nos casábamos, queríamos tener hijos y una condición para los matrimonios mixtos era, educar a los hijos cristianamente...

             Seguía con mis clases, seguíamos hablando y seguíamos disfrutando de nuestra amistad, de nuestro amor, de nuestra confianza el uno al otro.

             Una noche, volvíamos andando, como siempre hacia mi casa, Gonzalo estaba muy pensativo, casi no hablaba. Le pregunté lo que le pasaba y contestó: “Te lo contaré, pero entraremos en este Café”. Ahí, al calorcito, era un día frío, poco a poco vuelve a contar de “Francoise”, su primer amor y cómo lo había perdido: “Era en Francia, ella le invitó a pasar una noche en la casa de campo de sus padres que en ese momento estaría vacía. El aceptó. Ella conocía la manera de pensar de Gonzalo pero quiso probarlo. Cuando estaban en la cama, ella se abalanzó sobre él y le besaba fuertemente más y más. Pero, no pasó nada.” Desde entonces ella se alejó de él. ¿Pensaría yo igual? Yo solo dije: “Te quiero”.

Cuadro de texto: Gonzalo saltando la verja de Gibraltar, en la “Operación Verja-81”

             A Gonzalo le apetecía hacer un viaje juntos a Francia, en Vespa. No era una Vespa, era una “Iruña”, la bautizamos un día en la Casa de Campo como “Doña Tota”.

             Con qué ilusión hacía mi equipaje. Una pequeña maleta que tendría que ir en el portabultos y tendría que contener lo mínimo posible. Gonzalo me había contado de sus andanzas en bicicleta, pernoctando en cualquier sitio, sin tienda de campaña, metido en su saco de dormir. A mi me gustaba esa idea, si estuviera Gonzalo a mi lado, no tendría miedo. A mi madre, la que iba conociendo y apreciando a Gonzalo, no tendríamos que dar explicaciones de cómo dormir. Ella tenía confianza en Gonzalo. Pero su familia, ¿¡no pensaría que íbamos a tener relaciones prematrimoniales!? se preguntaba Gonzalo. Por si acaso, no contar demasiado. Era precioso ese viaje. Buscábamos un sitio apropiado, juntábamos hojas secas como lecho, pusimos un plástico y encima los sacos de dormir. Si amenazaba lluvia, tenía Gonzalo otro plástico que ataba en cuatro ramitas encima del sitio de dormir. Una noche empezó a llover pero nosotros, sabiéndonos seguros, continuamos durmiendo como en la Gloria. Por la mañana vimos sobre el plástico-techo una palangana llena de agua. Decía Gonzalo que era la “Espada de Damocles”. Con mucho cuidado se levantó y la escurrió al lado. Cuando hacía sol, buscábamos un riachuelo donde lavarnos y él afeitarse. Si yo quería hacer un lavado más importante, me alejaba un poquito. Luego, al pasar por un pueblecito, lo primero que buscamos era o una cafetería expuesta al sol o, si no había: una “Boulangerie” que era la primera palabra que aprendí en francés. Una vez había llovido todo el día, a pesar de chubasqueros nos sentimos húmedos y con frío, buscamos una fonda y alquilamos una habitación. Vi como Gonzalo ataba una cuerda en medio de la cama, de la cabecera hasta los pies. “Y eso, ¿para qué lo pones?” le pregunté. “Para que sepamos, donde hay que pararse”. “¿Es que desconfías de mi?” “No, de mi mismo”.

             Era otoño, ¡Qué paisajes más bellos contemplaba yo desde el asiento trasero de “Doña Tota”! Bosques de todos los colores ¡Lástima que todo en el mundo tiene su fin!

             Volviendo a Madrid, a nuestra vida, también bonita, de todos los días. Ya hablábamos más de nuestra boda. No sería con vestido blanco, con muchos invitados, ni con un gran banquete. Nos iríamos de viaje de bodas con nuestra “Doña Tota”. ¿Dónde vivir luego?

             El padre de Gonzalo ya vio en un sitio agradable de Madrid, unas casas en construcción que se terminarían en primavera del 56. Así es que nos casaremos en marzo del 56. La familia de Gonzalo tenía un buen amigo, Aurelio Viñas, que nos prestaría su chaletito en Bormujos, Sevilla. Todo estaba planeado. Pero antes tendría que bautizarme y hacer mi primera Comunión ahí, cerca de donde vivía mi madre. Pili, la hermana de Gonzalo, sería mi madrina. Recuerdo que, cuando leía el cura alemán mis nombres y apellidos, Pili preguntó: “¿qué es lo que decía el cura después de tu nombre?, algo que sonaba a pumpúm”. Era mi segundo nombre: Gudrún, que significa en alemán “La que lee las Bienaventuranzas”. Y, mi nombre: Hildegard, significa: “La que guarda en la batalla”. Cuando nos conocimos poco tiempo y nos preguntamos nuestro nombre y el significado, Gonzalo explicó que su nombre era visigodo (GundisSalvus) lo que significa “El salvado en la batalla” Cada uno pensamos hacia nuestro adentro: La que guarda en la batalla y el salvado en la batalla... pegan bien juntos, uno al otro pero ninguno dijo nada hasta mucho mas tarde.

             Llegó el día de la boda. Yo me había mandado hacer un traje de chaqueta marrón, con la falda plisada, con mucha ilusión. En la cabeza llevaría un velo negro. Gonzalo se puso un traje azul marino y corbata. Invitados iban las dos familias, la de Gonzalo y la pequeñita nuestra, ya que mis hermanos estaban demasiado lejos. El cura era el alemán que me había dado clases de religión. A pesar de que había poca parafernalia, yo me sentía en el “Séptimo Cielo”. Era tempranito por la mañana, ni siquiera habíamos desayunado. El banquete iba a ser un gran desayuno.

             A la salida de la boda, en la calle, vi que mi amiga del Colegio Alemán, Traudel, a la que no había invitado, estaba allí esperando para darme un abrazo y nada más. Me quedé emocionada. En moto, yo sentada atrás con un ramito de flores blancas en la mano, nos fuimos al centro, a la cafetería, en la cual habría el Gran Desayuno. Poco a poco venían los demás. Entre ellos mi madre con sombrero y velo, la más elegante.

             Yo cortaba de mi ramito de flores una flor por una y las repartía entre todos los invitados. Comimos un poco y de pronto dice Gonzalo: “Nosotros ya nos vamos de viaje de bodas, adiós a todos”. Cuando llegamos a mi casa, vemos que no llevábamos llave. ¿Qué hacer? Era el último piso pero desde el descansillo de las escaleras, en el techo, había una puertecita que salía al tejado. Por ahí trepó mi Gonzalo en traje azul marino, se subió al tejado y se metió por una ventana abierta al piso. Nos mudamos y nos fuimos en “Doña Tota” de viaje de novios.

             En esos tiempos las carreteras para Andalucía estaban haciéndose. Había muchas obras en todos los sitios. Mientras no llovía, aún íbamos bien. Hicimos la primera noche en Aranjuez. Esa noche sólo estuvimos bien juntitos pero no pasó nada. Era tan delicado mi Gonzalo ¡Por la mañanita temprano se levantó para afeitarse; no quería rascarme la cara con sus pelines!...

             Cuando íbamos por Córdoba empezó a diluviar, las carreteras, que no estaban asfaltadas, eran puro barro que nos salpicaba. Empezó a anochecer, había que encender la luz; no se veía nada. Había muy poca circulación pero apareció un coche que se paró y el conductor nos preguntó si íbamos bien. Hablamos un poco  y Gonzalo le dijo que le gustaría meterme en un tren hasta Sevilla, donde él me recogería. El conductor resultó ser un ingeniero de Caminos. Nos ofreció ir él delante muy despacito para alumbrarnos el camino, hasta la próxima estación donde yo podría coger el tren. En la estación me quité el chubasquero, todo salpicado de barro, para que lo llevase Gonzalo, cogimos un billete y ya venía el tren. Adios, adios, hasta la vista. ¿Nos volveríamos a ver?

             En el compartimento todos estaban de charla como una familia alegre. Pronto me preguntó uno: “¿A donde va Vd. señorita?” “A Sevilla”. “¿Tan solita?” “No, estoy en viaje de novios”. “Pero, ¡a donde está el novio!”.... Ya tuve que contar que nos sorprendió la lluvia, que íbamos en una moto etc... ¡Recién casados y ya separados!

             Ese fue nuestro destino durante mucho tiempo de nuestro matrimonio, cuando Gonzalo trabajaba en las Naciones Unidas y le llamaban para traducir en una conferencia.

           En Sevilla era la Semana Santa. La primera y última vez que tuve que contemplar esa adoración en masa de estatuas, eso si, ¡muy bien adornadas con flores y velas!

             Cuando no había procesión andábamos por las calles visitando todo lo interesante. Gonzalo me iba dando clases de Historia. Pronto pude comprobar que era un amante de la historia que le iba acompañar hasta su muerte.

             Volvemos a Madrid. No estaban hechos esos pisos de los cuales el padre de Gonzalo nos había regalado uno. Fuimos a vivir al piso de mi madre mientras esperábamos nuestro pisito. Los dos íbamos a trabajar. Gonzalo traducía en un Ministerio pero ganaba poco dinero. Además era profesor de francés en el Colegio de Huérfanos de la Guardia Civil. Una noche llegó a casa diciendo: “¡Ya tengo un trabajo menos!” “¿Por qué?” “Porque dimití como profesor en el colegio”. “¿Por qué?” Porque no quise aprobar al hijo del Capitán, que no daba golpe, solo porque era hijo del Capitán...

             Respecto a esto tengo que contar que el padre de Gonzalo vio un día un anuncio en el periódico, que habría un examen en Madrid de traductores que quisiesen trabajar en la Unesco. Bueno, dijo Gonzalo, por probar que no quede y se presentó. Eran muchos aspirantes. Él tenía prisa. Fue el primero que entregó su hoja, luego se olvidó de ello. Habían pasado meses después de ese examen y luego fue la dimisión del Colegio de la Guardia Civil.

             Dos días después de la dimisión llegó una carta de parte de la Unesco. La abre Gonzalo nervioso... : ¡¡¡ A p r o b a d o !!!  Desde entonces cambió nuestra vida. Regalo del destino.

Hilde Dietrich