a mejorar su vida?” La casa que encuentre tendría que ser bastante grande y el marido trabajaría, hasta que encontrara trabajo, con nosotros como jardinero, solo así sería posible de que entren en Francia por más tiempo.

El médico de la Unesco se quedó maravillado de cómo se había curado Gonzalo en seis meses y le declaró apto para trabajar. Por teléfono me iba contando cómo se desarrollaban las cosas. Encontró en un pueblo cerca de Versalles, Chaville, una casa  de tres pisos (en cada piso dos habitaciones), con jardín, que fue la casa que escogimos para las dos familias. Abajo: cocina, comedor, escaleras y salón. En medio: cuarto de baño, habitación, escaleras y otra habitación y arriba: cuarto de aseo, habitación, escaleras y otra habitación. Arriba del todo vivirían los González. En medio las tres niñas en una habitación, y Gonzalo y yo en la otra con baño. Nos mandó planito y todo. Además estaba amueblada. Los González sacaron radiantes sus pasaportes. Pensaban que irían al país de las maravillas. Mas tarde les entró la morriña, como a todos. Como pasaba gente joven española por nuestra casa, ésta estaba siempre animada. Miguel nos construyó una chabolita suplementaria en el jardín que sería el despacho de Gonzalo o dormitorio para jóvenes.

Inscribimos a las tres niñas nuestras en preescolar y guardería respectivamente y a Viqui a primero de primaria. Daba asombro, con qué facilidad aprendían todas la lengua francesa. Yo las acompañaba andando a la escuela. Al principio había sus lagrimitas porque los niños franceses eran crueles y no las aceptaban. A la hora de comer, Viqui comía en el comedor en nuestra mesa, contaban todas sus vivencias del cole, recitaban pequeños versos, cantaban canciones francesas, las que aprendíamos nosotros también.

En invierno del 61 nos nevó, cosa nueva para todos, e hicimos el monigote de nieve fabuloso. En ese invierno nació también nuestro cuarto hijo, un niño, por fin, pelirrojo y, versallesco, Mario, que dormía con nosotros en nuestra habitación. A la comida ya dejé de hablar el alemán con las niñas, porque Viqui se sentiría discriminada al no entender nada. Las principales lenguas iban siendo ahora el español y el francés en la calle y en la escuela, aunque, por las noches, les seguía contando cuentos en alemán a las mías. Esa fue la historia, por la que Mario no aprendió hablar el alemán y Gonzalo no me lo perdonaba  de haber dejado de hablar el alemán. Las tres niñas nunca perdieron del todo la lengua alemana, estaba dormida en el subconsciente. Más tarde, cuando mayorcitas fueron ellas mismas las que recuperaron bastante rápido su lengua materna.

También esta casa se nos fue quedando pequeña e incómoda. Necesitamos para cada familia su vivienda. Miguel ya tenía contrato de trabajo como albañil y fácilmente encontraría trabajo en cualquier sitio de Francia; los trabajadores españoles eran muy codiciados. Gonzalo siguió buscando por las afueras de París. En Ris-Orangis, S et O., al sur de París, se construían viviendas nuevas, baratas. Sobre el plano compró dos viviendas en terreno ajardinado, a hora y media con tren a París. Una, pequeña, con dos dormitorios y otra con cuatro. La familia González pagaría poco a poco la suya a Gonzalo. Otra mudanza más. Ya no estaríamos tan aislados sino con más contacto con gente francesa. Los niños salían a jugar a los jardines con amiguitos franceses, iban solas a la escuela. Para ese piso, que ya nos pertenecía, tuvimos que comprar por primera vez muebles. Antes siempre vivíamos en casas alquiladas y amuebladas.

En un pueblo cerca de ahí, Savigny, donde había hospital, nació otro niño, Diego, con el pelo casi blanco. A la hora de querer nacer tuve que pedirle a una vecina de llevarme, porque Gonzalo no llegaba. Resultó que el motor de su Dauphine había prendido fuego por el camino. Esa noche (como iba a ser mi quinto hijo) no me ingresaron en una cama, sino en el paritorio encima de la “tabla de trabajo” como ellos la llamaban. Seguramente no había habitación libre. Ahí pasé toda la noche encima de la tabla dura, con dolores de espalda. Muy de vez en cuando venía una enfermera a verme y yo le pedía irme a una cama. No hay, decía. Desde ahí, separada por cortinas oía los gritos y las lamentaciones de las parturientas. “¿Dónde estaba mi Gonzalo?, me decía. Por fin, por la madrugada, me subieron a una habitación con otras cinco mujeres. Al cabo de una hora les trajeron a las mujeres su desayuno. “Qué bien, algo calentito” dije, pero ellas contestaron que no tenía derecho porque iba a parir pronto. Era así, dentro de poco me entraron las contracciones muy seguidas. Hacía mis respiraciones que había aprendido en “Parto sin dolor” y me aguantaba sin llamar al timbre, porque me daba horror volver a la “tabla”. Llamaron las otras mujeres y vinieron a por mí. De pié en el ascensor me agarraba a la enfermera por el dolor. En la sala de parto una comadrona enérgica me dice: “Suba”, había tres escalones hasta la tabla. Yo apretaba las piernas y gemía: “no puedo”. “Cómo que no puede, ¡todas las mujeres lo hacen!” Subí y nada más en ella dije: “Ya aprieto, ya sale”. “Imposible, si no he preparado nada!” y llamó rápidamente al médico, el que, al verlo le echó una regañina: “Vd. sabe que hay que preparar tal y tal aparato por el RH negativo” Yo me alegré en mis adentros, por la regañina. ¡Esa antipática! me dije. Al conducirme fuera en camilla, esta vez,  vi al pasar por el pasillo a mi Gonzalo, menos mal... y me salieron las lágrimas. Toda la noche solita, ya eran las 12 del siguiente día. Me llevaron a una habitación sola, como había pedido Gonzalo. Ahí le conté lo mal que me habían tratado. ¡Tan distinto que en Versalles con Mario!

Diego era blanco de piel y muy rubio. Un médico, al llevarlo para que le recetase gafas, nos preguntó si era albino.

Gonzalo cogía todas las mañanas el tren que le llevaba a París y volvía por la noche. Ya no protestaba por la “jaula dorada”, ha tenido que aclimatarse a la fuerza. Al tener ya 5 hijos y hacer todos los años nuestras principales vacaciones en España para ver a la familia, hacía falta vivir holgadamente. Teníamos tiendas de campaña para las pequeñas vacaciones en Francia. Gozaban los niños, vivir en ellas al ir al norte de Francia, la Bretagne, al lado del mar, de Camping en Camping. Hasta con pequeños de meses íbamos de Camping. Y al sur de Francia, al país vasco francés, ¡cómo disfrutaban y disfrutaba Gonzalo! Hasta que compramos una “caravana” con seis sitios para dormir para no tener que poner en cada sitio todas las tiendas antes de que se hiciera oscuro y, a veces, al llegar al sitio escogido, lo primerísimo para mi y el bebé, era hacer su papillita porque ya la estaban reclamando a llantos. En medio del barrullo yo me apartaba con mi bebé y dejaba trabajar al padre con los hijos ya mayorcitos. La caravana fue una revolución, hasta fuimos con ella a España, a la Costa Brava, al País Vasco en donde  también nos encontrábamos con la abuela, los abuelos.

Hablaban todos muy bien el español pero con la “erre” francesa, gutural. Me acuerdo que en los desayunos familiares de fines de semana, Gonzalo ponía en la pared una poesía propiamente inventada con muchas “erres”, como por ejemplo: “Rueda la erre de mi tierra como carro sobre ruedas como río desbordado, erre alegre, erre triste... más ya no me acuerdo, pero que finalmente se lo aprendieron todos. A Diego y Mario, antes de entrar en primaria, ya sabían escribir en español ¡Gonzalo no quería que Miguel Angel, de la escuela en los Pirineos, fuese el único al que le enseñó escribir!

Gonzalo no se olvidó nunca, que los fines de semana eran para la familia y no para sus “hobbys” como Calzadas Romanas, “Miliarios Extravagantes” que se quedaban en su oficina de París. Vivíamos al sur de París, no muy lejos de “Fontainebleau” que estaba metida en un frondoso bosque al que íbamos todos sábados o domingos a pasar el día. Antes yo preparaba una comida para comer entre rocas y árboles. Lo malo eran las vueltas a casa, en la caravana de coches que volvían a París. Nosotros, menos mal, salíamos de los embotellamientos mucho antes, ya que nuestro pueblo estaba en las afueras de París. ¡Adiós Parisinos!...

Ahora, teniendo los hijos mayorcitos, fui yo la que reclamaba  mis derechos: “¡Vivimos en París y no me doy cuenta!”, decía. Había para ello un remedio también:

Los sábados de noche era nuestro día de salida. Pedimos a Victoria, la que vivía muy cerca con su marido y Viqui, que viniese esa tarde con su familia a cenar con nuestros niños y quedarse hasta que se habían acostado. Mientras tanto nosotros íbamos a conocer París y a cenar tranquilamente los dos solitos. ¡Me encantaba! Veía ya entonces  por las calles gente de todos los países del mundo. Me asombraba ver a los negros pasearse como si fuera su país.

Habían nacido los últimos hijos a parte de las tres niñas, Mario en el 61, Diego en el 63, ahora ya estábamos en el 65 y nuestro sexto hijo pidió venir al mundo. El método “ogino”, el único que estaba permitido por la Iglesia, no nos funcionaba. ¡Adelante, entonces! No quería yo volver a Savigny, donde había nacido Diego y que no me trataron muy bien... Por qué no probamos en Fontainebleau, también un sitio de reyes como Veralles. La clínica se encontraba justo al lado del gran bosque. La mañana del 11 de Julio fuimos Gonzalo y yo muy tempranito hacia allá, como si fuera de excursión y nos paseamos dentro del bosque, hasta comimos ahí y otra vez andar. ¡No quería yo que me hagan esperar tanto! Hasta que ya al anochecer, me tuvo que dejar ahí solita a pasar la noche. Dijo que al día siguiente volvería. Nada más llegar él, me conducían al paritorio. Al preguntar Gonzalo si podría estar presente, se lo concedieron, ¡qué bien! Me ayudó mucho. Hasta me pusieron un espejo por delante, para poder seguir yo con mis propios ojos el nacimiento. ¡Qué médico mas comprensivo! Marta, nuestra hijita, tenía el cordón umbilical cuatro veces enrollado al cuello. Oí como el médico llamaba a Gonzalo para enseñárselo. La pobrecita, ¡estaba toda moradita! Desde esa clínica he podido salir antes de la semana como en los otros alumbramientos, porque lo pedía yo insistentemente. No quería dejar a los demás hijos solos, aunque su padre volvía cada noche con ellos. Al despedirnos del médico, él nos dijo enérgicamente: “No les quiero volver a ver por aquí” Y, así fue. Marta era la última. Yo ya tenía 41 años.

Me daba cuenta que Gonzalo tenía algo entre manos: volvía tarde casi todas las noches y un día, al preguntarle, me dijo, que estaba escribiendo un libro y que pronto me lo enseñaría. Desde el día en el que me lo enseñó, ya será otro capítulo de mis recuerdos...

Hilde Dietrich

Marcha desde Ginebra pidiendo la libertad para Pepe Beunza

Recuerdos de Gonzalo,

“Los Encartelados.”

 

             En total hemos vivido trece años en Francia y Gonzalo trabajaba en la “Jaula Dorada”. ¡Nos había venido muy bien, haberla tenido esa jaula! Pero, como dije en mi último “Recuerdo”, “La jaula Dorada”, después de nacer nuestra última hija Marta, Gonzalo tenía algo entre las manos. Al preguntarle yo porqué volvía tan tarde por las noches, me dijo, que estaba escribiendo un libro y que ya me lo enseñaría un día.

Ese día era el 15 de marzo del año 1968, nuestro aniversario de boda. Queríamos celebrarlo cenando juntos en Paris, a la salida de su trabajo. Por la mañana, antes de irse, me dio un paquetito envuelto y dijo: “En el tren hacia Paris lo abrirás, ¡no antes!” Me figuraba que habría un regalito dentro, “¡qué sorpresa!” y me alegraba de antemano. Era el libro, escrito provisionalmente, ¡del que me había hablado!

             Empecé a leerlo. Al principio no entendía bien de quién se trataba. Quién era el protagonista, todos los nombres cambiados, hecho a propósito. Poco a poco iba comprendiendo y a cada momento me ponía más y más triste y asombrada. ¿Por qué no me había contado antes de todo esto?

Llegué muy seria. Fuimos callados hacia el restaurante. “¿Quién es Eusebio Martín, eres tú, verdad?”

“No lo tomes así, vamos lentamente, no me atropelles”

“Pero, Gonzalo, éste “regalo” ¡es un atropello!, ¿cómo puedes pensar, que llegue yo alegre y sonriente?”

No sabía cómo explicarse y tardó en contestar: “escribí ese libro para hacer comprender a los españoles lo que es la “noviolencia activa”. No es simplemente no hacer el mal a nadie, sino hacer algo, sin dañar a nadie. Si me espero demasiado en actuar, ya me habré aburguesado, ya me habré hecho un comodón. Uno termina  por acostumbrarse a las injusticias, ¡sobre todo cuando son los demás quienes la padecen!”

“¡Entonces!, ¿vas a pedir respetuosamente elecciones libres para la jefatura del Estado?” Me costaba quedarme tranquila y no hablar en tono amenazante.

“Eso pienso, si me dejas.”  En respuesta me eché a  llorar. Gonzalo, por más que trataba de consolarme, las lágrimas fluían y fluían. “Es que, ¡me has echado un jarro de agua fría!”, exclamé entre sollozos... “yo, tan ingenuamente, me había creído que el paquetito era un regalito para mí, ¡ya que íbamos a festejar nuestro aniversario!”, dije entre lágrimas.

El camarero no se atrevía a interrumpir, para saber lo que íbamos a tomar, pensando que se me habría muerto alguien... “Dos cervezas”, dijo Gonzalo y me cogió la mano.

“Pero tú creías, que en un día tan señalado, tan querido por mí, ¿iba a ser esto un regalo?, ¿por qué me has hecho esto?”...

“Pero, ¡si es una novela nada más!”...

“Sí, una novela–programa, ¡como dices tú mismo!, ¡un programa para octubre!, ¡y ahora estamos en marzo!”

“Todavía hay mucho tiempo”, “Mucho tiempo para hablar y pensar”

             Poco a poco mis lágrimas se iban secando, Gonzalo me dio su pañuelo grande, el mío ya no servía.

“Ahora nos puede traer una Pizza”, le dijo al camarero. –“A mi no, ¡yo no puedo!, por favor a mi otra cerveza, mejor”. Porque sed tenía siempre y, “como se me fue tanto líquido por los ojos”... Menos mal, decía Gonzalo, “¡Ya puedes hacer bromas!”

En más de una ocasión, el sombrío idealismo de Gonzalo había suscitado en mi un “Sanchopancismo”. Me quedé pensativa, luego dije: “¿Soy egoísta?” –“No, no”... –“Somos una familia numerosa... Tú dices en esa novela programa, que ese “Eusebio Martín” ¡iba a ser encarcelado por... “encartelado”!

           Poco a poco ya podíamos hablar tranquilamente y hasta era capaz de tomar de vez en cuando una probadita de su pizza. “Sabes”, dijo Gonzalo de nuevo, “a veces me da miedo de la comodidad, ¡uno termina en aburguesarse!” –“Ya, ya te comprendo, tu Jaula Dorada, ¡como siempre!” –“No, ¡no es eso!, lo que pretendía hacer en España, en otros países se llama un acto “no violento”. En ese acto se quiere expresar, sin hacer daño a nadie, las injusticias que haya.” “¿Sin hacer daño a nadie?” -repetí yo- “¿Y a tu mujer y a tus hijos, qué?, ¿no es eso también una injusticia, dejarlos solos?”

Por esa noche ya habíamos hablado y... festejado bastante. Nos fuimos sin más, silenciosamente, a nuestro pueblo, a la casa, donde, hace tiempo, ya dormían nuestros seis hijos.

Pasaron los días, pasaron las semanas. Llegaba Gonzalo por las noches, amable, tranquilo, pero... ¡no hablábamos sobre eso! “Habrá sido un mal sueño,” pensaba yo. Me preguntaba por los niños, yo le contaba lo más interesante. Pero le notaba serio, triste, no sé como decirlo. Hasta que una noche estallé: “¿qué pasa con eso?” “¿con qué?” “con ese Eusebio Martín, ¿ya no habrá nada?”

“Depende de ti”.

“¿De mí?, y esa novela, ¿saldrá a la calle?”

“¿En qué calle?”

Pues “¿cómo pensabas hacerlo, para que la gente se entere?” –“El libro está editado, pero en Francia”. –“Tú pensabas que el acto fuera en España, ¿no?” –“Claro, pero si tu no me das permiso, yo no lo llevaré a España”. –“Oye, explícate bien, ¿qué es lo que pasa en España?”

“Pues, que no hay elecciones, que no podemos elegir a nuestro jefe de estado, como se hace en otros países civilizados,

Madrid, 1977

que Franco mandaba a ejecutar a las personas que no estaban de acuerdo con él, que no dejaba hablar a la gente. “¿Hablar?”, dije yo. “Bueno, hablar en público, contando la verdad.” No se podía reunir la gente, siendo más de 20 personas. Que, en las homilías en las misas, a algunos curas, que se atrevían a explicar lo que pasaba, los interrumpía la policía y se los llevaba detenidos. En España nadie se atrevía a decir la verdad, no veían solución.

“¿Y cómo sabes tú todo eso, viviendo en Francia?”

“Porque en Francia hay libertad de expresión, todos los periódicos franceses hablan de ello”...

”Y tú, ¿vas a ser la solución?” –“Yo podría ser, ¡“La Chispa”! –“¿Por qué tú?”

“Porque alguien tiene que ser la “chispa”, vas a ver, cómo luego la gente se atreverá. Yo he ganado bastante, y me puedo permitir que me metan en la cárcel.” –“Y eso, ¿por cuánto tiempo?” –“Eso no se sabe.” –“Entonces, ¿de qué viviríamos nosotros, tus hijos, tu mujer?” –“Por ahora hay dinero en la cuenta”. –“¿Y dejarías a tu familia aquí sola?” –“Yo confío en Dios” –“¿Y qué crees, que haría Dios?” –“Bueno niña, vámonos a dormir, mañana seguiremos”...

Pasó el mañana, el pasado mañana, y no nos atrevíamos a empezar de nuevo. Pensé que Gonzalo no debería haber tardado tanto en contarme cómo van las cosas en España. Siempre hay algo curioso, interesante que contar sobre nuestros hijos, del colegio... Yo sabía que Gonzalo no daría un paso más sin mi consentimiento. Una noche ya estallé de nuevo y le dije: “cuéntame más de lo tuyo, qué sabes más de todo” –“Ya te lo dije, que tiene que ser uno el que empiece.” –“Por ahora qué tendrías que hacer, ¿llevar todos los libros a España?” –“Si, en

Nº 184ENERO - 2009