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Nº 184

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A un año  de su marcha, nuestro homenaje y recuerdo a este hombre íntegro, a este hombre bueno, a, como él mismo gustaba llamarse, un

Aprendíz de la noviolencia30de enero
día 
escolar
de la 
Noviolencia
y la PazEn recuerdo a nuestro Amigo y Maestro Gonzalo Arias Cuadro de texto: Cada mes de enero, pretendemos que este boletín, sea un reflejo y sirva a nuestros/as lectores/as para acercarse de la vida, al trabajo y lucha de personas o grupos que han destacado por sus actividades, publicaciones y dedicación a la práctica de la noviolencia Como no podía ser de otra manera, este año lo hemos querido dedicar a la memoria y al recuerdo de nuestro querido amigo Gonzalo Arias, que como sabéis nos dejo el 11 de enero de 2008. Gonzalo Arias, conocido por todos/as como pionero de la noviolencia en nuestro país, lo dio todo por difundir esta nueva forma de vida y de acción política que encarna la noviolencia. Desde la lucha por la Democracia, hasta su Historia Ramificada, pasando por la propuesta de Ley de Opción por la Paz, Gonzalo nos ha infundido tesón, esperanza y algo con lo que él siempre se despedía en sus cartas, PAZ Y PERSEVERANCIA. Os presentamos al Gonzalo, que menos conocíamos aquellos/as que lo conocimos a través de su activismo y publicaciones noviolentas, esto ha sido posible gracias a los recuerdos de su compañera y amiga Hilde. Gracias Hilde, por dejar que conozcamos un poco más a tú Gonzalo. Gracias Mario por tu colaboración.

De cómo conocí a Gonzalo, el Gran Amigo:

 

             Era el año 1955, diez años después de terminar la segunda Guerra Mundial. Mi padre había muerto en el 49, con 49 años. Nos quedamos 6 hijos, a la hora de su muerte, sin estudios terminados y sin saber a donde ir. La más joven tenía 4 años.

             No había ahorros. Yo me había ido como institutriz a una familia de entonces 10 hijos en Galicia ya antes de que muriera mi padre para educar y enseñar el alemán a los más mayorcitos. Yo tenía 19 años, disfrutaba al jugar y enseñar a los niños y todos me querían mucho.

             Murió mi padre y volví junto a mi madre, a la que el delegado de “Auxilio Social” le había proporcionado una vivienda barata y un pequeño salario como trabajadora en un “Hogar de Auxilio Social”. El Delegado nos ayudó a todos y todas para hacer unos pequeños estudios. Mis dos hermanas eligieron la enfermería, los dos chicos tuvieron que seguir sus estudios, internos en un hogar de Auxilio Social, y la más pequeña empezó a estudiar en el nuevo colegio alemán. Yo aprendía taquimecanografía en una academia. Los dos chicos pronto emigraron a Canadá y las dos chicas a Australia. Quedé yo junto a mi madre y mi hermana pequeña. Sin esperar a que terminara yo en la Academia, un alemán me contrató como aprendiz en su oficina, donde también aprendí la taquigrafía alemana. Cambié pronto a otra oficina con un austriaco, donde me pagaba mejor y ya sabía yo defenderme como secretaria. Ahí me quedé trabajando 5 años y ganaba 5.000 pesetas al mes, de las que entregaba casi todas a mi madre. Comía en un Comedor de Auxilio Social en una calle cercana al ATENEO.

             Como salía temprano del comedor y no valía la pena volver a mi casa antes de las 16 h. cuando debía de estar en la oficina, buscaba un sitio donde pasar el rato leyendo, antes de encaminarme hacia la oficina. Ese sitio lo encontré en el ATENEO. Me hice socia. Tenía la posibilidad de sacar libros alemanes de la biblioteca, donde pasaba mis dos horitas diarias leyendo. A estas horas había poca gente, no me fijaba en las personas que había. Pero otra persona sí se fijaba en mi.

           A la salida de la biblioteca había un botijo, del cual yo, al marcharme, tomaba un trago.

           Un día, en ese momento, me abordó un chico y me dijo: “¿Tú eres alemana, no? tú me  podrías dar clases de alemán?”  Era Gonzalo. Enseguida me pareció ser un chico serio pero le contesté que trabajaba hasta las 8  de la tarde y luego me iba a mi casa con mi madre y mi hermana pequeña y, que además, no era profesora de alemán, que por ejemplo, no sería capaz de enseñarle la gramática alemana, que era muy complicada.

             “Esa ya la estoy aprendiendo por mi cuenta”, me dijo y me enseñó un cuaderno en el cual había apuntado con colores los verbos que llevaban el acusativo, el dativo, cada uno con otro color. Se había comprado una gramática alemana y empezó él solo a estudiarla, lo que le faltaba era conversación, traducciones corregidas, etc. “¿Donde?”, le pregunté. “Podría ser en el salón de la cafetería ahí en el Ateneo”, dijo él. Por un lado me inspiraba confianza pero yo tenía miedo: Había tenido un novio español justo antes, que me había hecho sufrir mucho y no tenía ganas de empezar de nuevo con otro. “Me lo pensaré” le dije y me despedí por entonces. Tuvimos la primera clase en el salón de la cafetería de 8 y media a 9 y media y luego me quería llevar a mi casa en su escúter. Terminamos los dos con las cabezas hechas un bombo porque había tantas personas, tantas voces... había que cambiar de táctica. Propuse que nos escribiéramos cartas en alemán, yo corregiría la suya y, al vernos, las intercambiáramos.

Cuadro de texto: Hilde y Gonzalo. Ayuno en la frontera con Gibraltar. Campaña de recogidas de firmas, 1979. El cartel dice: 
¿Quieres que se abra esta frontera? Danos tu firma

             Empezaron a ser interesantes nuestras clases. Pronto le dije que no me pagara nada, que los dos estábamos disfrutando, yendo de paseo procurando hablar en alemán, sentados en un banco en un parque, sentados en un café.

             Su primera carta era una pregunta: “¿Qué religión tienes?”  Yo dudaba, pues no tenía ninguna religión propiamente dicha pero creía en un Dios que dirige el mundo o bien en un destino, en la naturaleza... “¿Estás bautizada?” “No.” En mi casa, después de las 10 de la noche, tomaba cualquier cosita que había sobrado de la comida de mi madre y me ponía a corregir la cartita que me había entregado mi alumno Gonzalo. No tardé en contarle a mi madre sobre el nuevo trabajo que me había salido. Al principio ella no estaba muy conforme porque venía a casa tan tarde, decía ella. Le contestaba que yo ya tenía 26 años y no era ninguna chiquilla. A veces le leía una carta. Entonces se empezó a interesar sobre ese alumno que yo me había procurado. Hasta que, una vez me dijo que le gustaría conocerle. Se lo conté a Gonzalo y él estuvo de acuerdo. Un domingo por la tarde invité a Gonzalo al té y charlamos todos juntos. Me decía mi madre después que le parecía muy formal pero que demasiado delgado. Mi hermanita no tardó en hacer buenas migas con él.

             No íbamos mucho por casa, necesitábamos cada minuto para conversar sobre la última cartita que le había corregido y la próxima a corregir.

           También él me invitó un día a su casa y conocí a sus padres, su hermana Pili. Todos me recibieron con mucho cariño y discreción. El padre era Magistrado del Tribunal Supremo pero no parecía darse importancia. Era una persona humilde y sencilla.

           Yo estaba feliz de haber encontrado a un verdadero amigo y no a otro novio. Con Gonzalo podía yo hablar de todo. Todo lo comprendía. Lo que a él más le interesaba, era hablar de religión. Para todas sus preguntas sabía yo una respuesta. Yo había leído bastante y me había hecho mi propia creencia.

           Un día me confesó que había llevado una parte de mis cartas al cura alemán de la  colonia alemana de Madrid con la pregunta de si veía él la posibilidad de que yo tomara clases de religión con él y convertirme. Al contármelo luego me sentó un poco mal. Él me dijo que no insistirá. Así se quedó la cosa por el momento.

           Llevábamos ya un año como amigos. Siempre teníamos algo que hacer. Los domingos íbamos de excursión, a la Pedriza, a bailar, y llegó el invierno. Decidimos ir a la sierra a esquiar. Antes me había contado cómo aprendió a esquiar, estando en el Pirineo como alférez en las milicias, y yo en el colegio alemán de Madrid antes de terminar la guerra, cuando nos lo confiscaron. También en Alemania tuve ocasión de esquiar, estando dos años en un internado durante la guerra. Así es que no sólo de religión hablábamos. Nuestros paseos eran interminables porque siempre había algo de qué hablar. Bueno, decía que queríamos ir a la sierra a esquiar. Antes era todo diferente en la sierra. No había telesillas para subir al Escaparate (así se llamaba la pista principal). Subíamos haciendo zig-zag y luego toda la pista hacia abajo, qué ilusión. Yo era incansable en volver una y otra vez a subir. Me preguntó cuándo sería el final, entonces comprendí que él ya no quería más. Me propuso sentarnos en un montecito de nieve dura. “¿A qué hacer?” pregunté yo. Esto, dijo, y me dio un beso inesperado, ahí en la nieve fría. Me sorprendí pero no dije nada. Nos volvimos al Club a la cafetería a calentarnos un poquito y ahí me dijo que, si yo estaba de acuerdo, seríamos novios.

           Me contó de su anterior novia francesa, Francoise, que hacía mucho tiempo no le contestaba a sus cartas y yo le conté de mi novio Fernando, el que me había hecho sufrir mucho y que hace poco se vino a despedir a mi casa porque se marchaba a Inglaterra a trabajar, y que entonces yo le había contado que salía con un chico, Gonzalo, y que sería mejor ya dejar nuestra relación. Él se asombró y preguntó: “¿ese chico del Ateneo al que ibas a enseñar alemán?” “Si”. Se había quedado pensativo. Nosotros nos sentimos libres de ser novios desde entonces.

             Cuando Gonzalo lo contó en su casa, no objetaron nada. Pili, su hermana, sabía ya que yo comía todos los días en el Comedor de Auxilio Social. Desde que supo que éramos novios, me llamaba dos o tres veces por semana a la oficina para invitarme a comer a su casa. Yo se lo agradecía muchísimo, aunque ya me había acostumbrado a la comida muy sencilla en el comedor. Conocí así también al hermano de Gonzalo, Juan Antonio, que me parecía un poco vanidosillo en comparación con Gonzalo tan sencillo y humilde como su padre. Creo que llegaron a quererme de verdad. Un día hasta me llevó Gonzalo al Olivar (así se llamaba la calle donde vivían sus dos tías con la abuela María, todas ellas muy religiosas y de misa diaria). Me presentó Gonzalo como su “novia pagana”.

             Noté cómo se asustaron pero no dijeron nada. También ahí me invitaron, junto con Gonzalo, a comer. La tía Pilar cocinaba de maravilla y a mi pregunta me explicaba cómo lo había hecho. Cuando nos íbamos, ya solos, me contó Gonzalo que le habían preguntado en un momentito, si yo me iba a bautizar. Yo me quedé pensativa y pregunté: “¿Qué has contestado?” “Ya se verá”, me dijo.

           Cuando ya llevábamos algún tiempo de novios le dije un día a Gonzalo : “Si quieres, puedes preguntar al cura alemán, si me quiere dar clases de religión.” En mi vida había tomado esas clases pero me acordaba de que en Santiago de Compostela, donde trabajé dos años como institutriz, me obligó la madre de los niños a ir todos los domingos a la iglesia tempranito y a repasar el catecismo con los pequeños. Yo repliqué: “Pero Señora, cuando le expliqué por carta a su marido que yo no era católica, él me contestó que no importaría”. “Sí,” dijo ella, “pero eso no quita, de que Vd. vaya a misa, porque no quiero que mis hijos tengan ese ejemplo por parte suya”. Me había quedado entre asustada e indignada. ¡No sabía lo que hacer! Al fin madrugaba los domingos y salía a la calle hacia la catedral. Me parecía muy bonita. Entré con mucho cuidado y respeto. A veces estaban diciendo misa. Me sentaba en uno de los últimos bancos y escuchaba, miraba pero no seguía con los fieles arrodillándome, levantándome, contestando no sé qué, persignándome, todo un lío para mí. Finalmente salía antes de tiempo y me iba a casa. Ya podía decir sin mentir, que había estado en misa. Un día hasta tuve la suerte de ver cómo balanceaban el “botafumeiro”.

Centro de Documentación y Educación para la Paz