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Nº 173

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Nuevo libro de "Gonzalo Arias"

¿Novela, examen de conciencia sobre nuestra historia, ejercicio didáctico para estudiantes de humanidades, alegato por la doctrina de noviolencia, ensayo teológico sobre el problema del mal y la vida de ultratumba, reflexión filosófica sobre la ramificación del tiempo y del espacio, ingenuos pensamientos de alguien que no quiere resignarse a ver la vida y el mundo como son, o anticipación de vivencias reales? Algo de todo eso podrá ver el lector, según sea su talante, en este librito.

30 de Enero
Día Escolar
de la
Noviolencia
y la PazLa historia ramificada
Una vivencia cuya irrealidad nadie podrá demostrar
por Gonzalo Arias

Pórtico

Al principio no sentí ningún dolor. Lo primero fue la luz cegadora, que me hizo llevar las manos a los ojos en un vano intento de protección. Casi instantáneamente, el ruido. Pero la palabra “ruido” –como estruendo, estampido, estrépito o cualquier otra que pueda encontrarse en los diccionarios, aunque se acompañe de adjetivos magnificadores– resulta ridícula para describir aquello. Lo mismo que la luz fue excesiva para ser vista por el ojo humano, también el ruido superó la capacidad de oír del oído humano. Eran respectivamente –todavía tuve tiempo de pensarlo– lo que los japoneses supervivientes de Hiroshima en 1945 llamaron el pika y el don.

Sí, todavía pensé eso. Y comprendí lo que había ocurrido. Una bomba nuclear había sido lanzada sobre la vecina base de Gibraltar. O tal vez era una bomba guardada en las entrañas del Peñón, o en un submarino atómico, la que había explotado por accidente.

Aquello en que tantas veces habíamos pensado, deseosos no obstante de descartarlo como imposible, había ocurrido al fin.

¿Y Hilde? ¿Y los demás habitantes de la casa? La explosión me había sorprendido en el jardín. Miré hacia la casa, pero no vi nada. No sabría decir si la bola de fuego me dejó ciego instantáneamente o si era la montaña de polvo y humo que se había levantado la que envolvía todo en tinieblas. Traté de incorporarme, pero el viento de fuego huracanado –también el adjetivo “huracanado” se queda corto, muy corto– me mantuvo pegado al suelo.

Vino entonces el dolor. Toda mi piel era una llama viva. El dolor me invadía, me paralizaba y al mismo tiempo me hacía retorcerme desesperadamente, reclamaba mi atención hacia cada uno de mis miembros martirizados, hacia cada centímetro cuadrado de mi piel incandescente (pero ¿existía todavía mi piel?) y sin embargo me estaba diciendo sin equívoco posible que todo estaba terminado, que mi cuerpo no merecía ya atención alguna. Curiosamente, mi pensamiento seguía funcionando. Recuerdo que pensé sobre el sentido de la palabra “insoportable”. El dolor era realmente insoportable, merecía ser calificado así infinitamente más que cualquier otro dolor que yo hubiera padecido en mi vida terrestre, pero yo estaba allí condenado a soportarlo. ¿En qué podía manifestarse la insoportabilidad? ¿En que me mataría? ¡Ojalá! Pero yo no me moría, tardaba en morirme. ¿En que me haría perder el sentido? Por más que lo deseara ardientemente, esto tampoco ocurría. ¿En que me volvería loco? Suponiendo que estuviera en mi mano volverme loco, no por ello me dejaría el dolor. ¿En una rebeldía de mi ser contra la vida, contra mí mismo, contra Dios? No estaba en mi mano suicidarme, y la pura rebeldía metafísica tampoco me quitaría el dolor.

Insoportable, pues, pero allí estaba yo cara a cara con aquel dolor descomunal, que no me dejaba pensar en otra cosa, que me impedía compadecerme de los seres queridos que sin duda estaban padeciendo iguales o peores tormentos… ¿Cuánto tiempo duraría aquello?

Duró muy poco, por fortuna. La salvación vino del mar. Porque salvación fue, sin ironía. Cuando todo está perdido, todo destruido, todo aniquilado, pero subsiste absurdamente el dolor, liberarse de éste por la muerte es salvarse.

El mar inmenso, majestuoso, azotado brutalmente por el diabólico artefacto fabricado por los hombres, no fue paciente, no se dejó herir impunemente. Tras un momento de vacilación y retroceso, lanzó contra la tierra una masa líquida equivalente a la magnitud de la ofensa recibida.

Agradeciendo íntimamente la bondad de Dios (o la cólera de Neptuno), en cuanto me sentí arrastrado por el agua abrí la boca, llené de líquido mis pulmones y, tras un instante de angustia, ya no sentí nada.

Comprendí que yo, Gonzalo, había muerto.

* * *

Libre de las ataduras de la carne, mi espíritu contempló anonadado la magnitud de la catástrofe. Digo mal: no fue la totalidad del cataclismo lo que se me reveló enseguida, sino solo una parte. Es sabido que, después de la muerte, el acceso a la Gran Verdad es todavía paulatino. Sobre esto se ha investigado mucho, y yo no voy a revelar aquí nada nuevo. Basta para mi propósito recordar que, en contra de las viejas creencias para las que el “paso a mejor vida” o el “ascenso al cielo” significaba para los bienaventurados gozar inmediatamente, franqueado el umbral de la muerte, de la visión beatífica de Dios y con ella de la plenitud del conocimiento, hoy sabemos, por propia experiencia y por testimonio ajeno, que nuestras primeras vivencias de ultratumba están estrechamente condicionadas por nuestro bagaje cultural, por nuestra trayectoria terrestre y por el ámbito geográfico en que nos hemos movido. Esto, como digo, son cosas sabidas, y sería inoportuno extenderme aquí sobre ello.

Nada tiene de extraño, pues, que mi espíritu quedara de momento planeando en los estrechos límites de la comarca. Loemos la sabiduría divina que así lo dispuso, dejándome dudar de la magnitud del holocausto nuclear. Yo solo podía ver entonces la destrucción de Gibraltar, La Línea, la casi totalidad de Algeciras y buena parte del Campo de Gibraltar. Podía sospechar que, si la guerra nuclear había estallado, no se librarían de su azote ninguna de las grandes naciones. Pero mi espíritu no estaba preparado para ver un cataclismo semejante a escala planetaria. No, eso sería demasiado.

Empleo la palabra “ver” a falta de otra mejor. Por supuesto que por toda la Bahía de Algeciras se habían extendido las tinieblas, y ni siquiera el ojo de un águila habría podido distinguir nada. Pero mi nueva existencia inmaterial me permitía penetrar por todas partes sin que me afectaran ya el fuego, la radiactividad, el polvo omnipresente o el mar sacado de su lecho natural. Y yo “veía” de alguna manera los 30.000 cadáveres de Gibraltar, los 60.000 de La Línea, casi otros tantos en lugares cercanos, unos calcinados, otros enterrados entre escombros, otros arrebatados por el mar, otros desintegrados o volatilizados en la atmósfera…

Si insoportable había sido el dolor físico, el dolor anímico no le iba ahora en zaga. Solo que ahora la mayor clarividencia parecía forzar ineluctablemente la válvula de escape de la rebeldía metafísica.

— ¿Por qué, Dios todopoderoso, has permitido esto? ¿No nos habías dicho que no abandonarías a tu pueblo? ¿La confianza que teníamos en tu protección estaba pues mal puesta? ¿Acaso merecíamos esto? ¿Acaso son culpables todos estos millares de pobres gentes de la fiera insensatez de un puñado de políticos y militares? La humanidad en su conjunto, es cierto, ha mostrado ser corrompida, egoísta, desleal, en una palabra pecadora. Pero ¿acaso no hay entre todas esas vidas tronchadas multitud de almas puras? ¿Por qué, Señor, has castigado también a los pobres, a los que sufrían, a los que lloraban, a los que tenían hambre y sed de justicia, a los mansos, a los que trabajaban por la paz? ¿Qué bienaventuranza escatológica puede compensarnos del aniquilamiento de la esperanza terrestre?

La Respuesta pareció brotar de dentro de mí mismo, pero yo supe que no era mía. Bisoño como era en el arte de la comunicación de los espíritus puros, me sobrecogió aquella Voz inmaterial que me penetraba majestuosa pero íntima, a la vez próxima y lejana, recriminadora y tranquilizante, misteriosa y diáfana.

Dejando a salvo la inexactitud que comporta el inevitable antropomorfismo del relato (antropomorfismo que empieza por los propios términos “Respuesta” y “Voz”, que solo se utilizan aquí por aproximación), el diálogo a través del cual la Verdad comenzó a abrirse paso en mi ánima atribulada fue más o menos el siguiente:

— Basta de blasfemias, insensato. Conviene que vayas preparándote para recibir la luz.

— ¡Perdón, Dios mío!

— No me llames así. Tú todavía no eres digno de dialogar con Dios.

— ¿Quién eres, pues?

— Uno de sus intermediarios. Puedes llamarme Teófono. Mi misión es guiar tus primeros pasos en tu nueva vida.

— Estoy aún demasiado apegado a la vieja… Déjame que llore sobre tanta vida tronchada, tanto esfuerzo constructivo que ha resultado finalmente vano, tantas esperanzas defraudadas. ¿Puede compensarse eso ofreciéndome otra vida? ¡Yo quería esa que he perdido! ¡Todos los que hemos fallecido teníamos derecho a intentar llevar nuestras existencias terrestres a su plenitud, y ese derecho se nos ha escamoteado!

— Calla, ignorante. Para desvirtuar todas tus quejas, basta que comprendas esta simple verdad: la historia no es lineal, como tú crees.

— ¿La historia no es lineal? ¿Qué quieres decir?

— En vuestra vida terrenal, vosotros veis una sucesión de acontecimientos que, una vez ocurridos, parecen irreversibles. Julio César muere asesinado, y no se puede rectificar la historia sobre la base de que hubiera descubierto a tiempo la conjura y hubiera muerto anciano. Cristóbal Colón llega en su primer viaje a las Antillas, y os quedáis sin saber lo que habría ocurrido si hubiera llegado a tierra un poco más al norte, en lo que para vosotros es hoy el Estado de Nueva York. Pepe rompe con Pepita para casarse con la rica heredera Yolanda, y aunque diez años más tarde se dé cuenta de su error, aunque se divorcie y busque a su primera novia, ya no podrá nunca vivir con ella la vida a la que parecía estar destinado. La historia aparece así como una línea quebrada pero continua, con muchos cambios de dirección pero irrepetible y sin bifurcación alguna. Esa es la creencia en la linealidad de la historia.

— ¿Acaso no es así?

— No, la historia no es lineal, sino que tiene incontables ramificaciones.

— ¿Ramificaciones?

— Sí. En cada encrucijada, en cada uno de esos momentos decisorios en que los hombres creéis haber realizado una opción irrevocable (de la que a menudo no tardáis en arrepentiros), os parece dejar atrás otros caminos posibles, inexplorados e inexorablemente cerrados para siempre. Pero no es así. Esos otros caminos tienen tanta realidad histórica como aquél en el que se han insertado vuestras vidas.

— ¿Realidad histórica? ¿De qué realidad me hablas, si yo no la veo, si no la he vivido? ¿Me vas a negar que la realidad es ese apocalipsis nuclear que estoy viendo?

— Esta es una de las ramas de la historia real. Llamémosla la rama A. Pero hay otras muchas ramas igualmente reales en que el Campo de Gibraltar se salva de la destrucción.

— ¡Pero eso es imposible!

— Cuidado con lo que dices, nada hay imposible para Dios. Los hombres han sido capaces de fabricar una serie de máquinas, de billetes de banco, incluso de obras de arte idénticas entre sí, de manera que no es posible decir “Este es el original y estas son copias”. Análogamente, para el Dueño de la creación es muy sencillo tener cientos o miles de planetas Tierra repetidos, hasta en sus más mínimos detalles, con los mismos habitantes exactamente. La identidad es total durante una parte más o menos larga del curso de la historia de cada uno de esos mundos, es decir para aquellos que están todavía en un tronco o una rama comunes. Luego, a través de sucesivas bifurcaciones o ramificaciones, cada mundo va trazándose su propio camino, que puede ser ligeramente distinto o totalmente opuesto al de otros mundos hermanos.

— Sigo sin comprender cómo…

— Lo vas a comprender enseguida. Tu expediente personal te autoriza a iniciar algunas nuevas ramas. Un momento, voy a consultar el Gran Archivo… Sí, en efecto. Durante buena parte de tu vida has puesto empeño en divulgar la idea de que la sociedad puede y debe renunciar a la violencia que tú llamas justiciera. ¿No es eso?

— Empeño en el que no he tenido mucho éxito…

— Claro, claro. Y más de una vez has lamentado que la idea de renunciar a la violencia justiciera no se haya abierto paso antes en la historia. Pues bien, en vista de tus antecedentes personales, tu primera oportunidad de suscitar una versión alternativa de la historia (rama B, distinta de la rama A que conoces) se te va a dar en el año… A ver… Sí, año 273 de la era cristiana. Te doy paso.

Cuadro de texto: Más información y pedidos en:
http://www.gonzaloarias.net
Gonzalo Arias
Los Rosales, 20
29380 Cortes de la Frontera (Málaga). 
Tel. 95 2154499

Correo electrónico: 
gzlarias@jet.es

También lo puedes 
conseguir en AHIMSA
Cuadro de texto: OTRAS PUBLICACIONES DE G. ARIAS
Los encarcelados. Novela programa. 1968
La noviolencia ¿tentación o reto? 1973
El proyecto político de la noviolencia.1973
Gibraltareños y gibraltarófagos con el ejército al fondo. 1975.
Operación Antiverja-79. Informe de una acción noviolenta. 1979
El Antigolpe. Manual para la respuesta noviolenta a un golpe de Estado. 1982
Gibraltarofagia y otros cuentos noviolentos. 1984
El ejército incruento de mañana. Materiales para un debate sobre un nuevo  modelo de defensa. 1995
La noviolencia como alternativa. 1999
Repertorio de caminos de la hispania romana.1987
El Miliario Extravagante. Boletín de estudio de las vías romanas. Último número, 2004.
¿Enseñar Historia es educar para la guerra?

Escuela Libre Lunes,12 de marzo de 2007. Alonso Escribano: escribano@escuelalibre.org)

Resumen

Este artículo trata de analizar la relación entre historia, guerra y enseñanza. Se defiende la idea de que la enseñanza actual está educando para la guerra y no para la paz como se pretende. Afirma que la historia que se enseña es una historia de la guerra ya que haciendo un análisis de los contenidos se puede comprobar que en muchos casos los procesos de cambio en la historia vienen determinados por las victorias de unos y las derrotas de otros. Es decir, la historia como motor del progreso. Enseñar historia es, por tanto, una enseñanza de la guerra.

Se reclama la necesidad de una educación crítica que deje en evidencia las coartadas que justifican las guerras. Dios y patria han sido los argumentos tradicionales. Hoy podría ser la libertad o la democracia. En cualquier caso coberturas ideológicas que encubren el omnipresente imperialismo o las todopoderosas oligarquías. Por ello, el artículo, definitivamente mantiene que los que peor servicio hacen a la Historia y a la Educación son aquellos historiadores y educadores que hablando de la Guerra pretenden educar para la paz, pero lo hacen de manera abstracta y superficial. Hipócrita muchas veces. Desde un pensamiento acrítico proponen la paz como alternativa para la guerra sin cuestionarse las estructuras de poder que la potencian, la alimentan y se benefician de su existencia.

1. GUERRA EN LA HISTORIA, GUERRA EN LA ENSEÑANZA

Si hacemos un sencillo ejercicio de búsqueda en la red podemos encontrar curiosos puntos de partida para analizar una tríada tan seductora como la que forman "guerra, historia y enseñanza". Si introducimos el término guerra en uno de los buscadores más conocidos de Internet nos aparecen alrededor de 4.770.000 entradas. Parece que la "guerra" está muy presente en la red de redes. Si realizamos la misma operación con el genérico término "historia" nos aparecen unas 3.210.000. Podemos afirmar, por tanto, que la "historia" buscada así, sin concreción alguna, llena buena parte del ciberespacio. Pero si buscamos un término tan importante como "enseñanza" los dígitos cambian. Sufren una bajada espectacular y caen hasta mostrarnos 271.000 entradas.

Parece que la desproporción es abrumadora. Lógico, podría responder una mente bienpensante. La distancia cuantitativa entre "guerra y enseñanza" ha de ser abismal pues no están directamente relacionadas. Antes al contrario. Nuestra "enseñanza" está encaminada a educar para la paz. La guerra forma parte de la historia como un "hecho" objetivo, pero no se educa para la guerra. "Ya" no se educa para la guerra. Desde la perspectiva de la actual enseñanza se informa de las "guerras del pasado" como un acontecimiento más -deleznable si se quiere- de un tiempo bárbaro que ha sido superado por un avance y progreso lineal hacia un mundo de armonía y democracia.

Centro de Documentación y Educación para la Paz